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¿Quién fue el cacique Caonabo?

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Caonabó (también escrito Caonabo): “Señor de la Casa de Oro”. Algunos historiadores lo consideran “El Primer Libertador Americano”.

Caribe de origen, jefe del cacicazgo de Maguana en la isla Quisqueya (“La Española”), opuso tenaz resistencia a los europeos que traía Colón.

Su origen caribe, tribu que se caracterizaba por su ferocidad en los combates, hacía que fuera temido por los otros caciques de la isla. Su esposa era Anacaona, hermana de Behechio cacique de Jaraguá.

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La sede de su cacicazgo estaba en el lugar denominado Corral de los Indios, en Juan de Herrera, de San Juan de la Maguana. Abarcaba, aproximadamente las provincias de Elías Piña, San Juan, Azua, San José de Ocoa, Peravia, y San Cristóbal, además, las zonas montañosas de las provincias de Santiago, La Vega y Monseñor Nouel, en la República Dominicana.

En diciembre de 1492 cerca de donde hoy está la ciudad de Cabo Haitiano, sin oposición de los nativos, Colón procedió a la construcción de un fuerte, empleando maderas de la Santa María, que había encallado en la costa: el “Fuerte de la Navidad”. Como guarnición de la fortaleza designó Colón a 39 hombres a cargo del escribano real Diego de Arana.

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Tan pronto el Almirante izó las velas, se entregaron a todos los excesos. Merodearon por los alrededores del fuerte, apoderándose de las cosas de los indios, y hasta maltrataron a sus mujeres.

Antes de lanzarse a la lucha, según relata Fernández de Oviedo, Caonabó y otros caciques tomaron algunas precauciones: “Los Señores de la isla antes que se moviesen a su rebelión quisieron experimentar y salir de la duda si eran o no mortales (…) Los indios tomaron a un cristiano y ahogándole y después que estuvo muerto decíanle: levántate y le tuvieron así tres días, hasta que olió mal. Y después que se certificaron que eran mortales, tomaron atrevimiento e confianza para su rebelión , e pusieron obra en matar cristianos e alzarse“.

Caonabó tomó el “Fuerte de la Navidad” por asalto y dio muerte a todos sus ocupantes, sin que pudiera evitarlo Guacanagarí (cacique de Marién), que mantenía relaciones amistosas con los españoles.

En noviembre de 1493, Colón de regreso, encuentra un mensaje de Caonabó: restos de dos cadáveres, uno con una soga al cuello y otro amarrado a un tronco.

Sorprendido por el mensaje que le llevaban esos restos de cadáveres, Colón hizo registrar el lugar. Al día siguiente sus hombres dieron con otros dos. Colón interrogó a los nativos y escuchó por primera vez un nombre que iba a preocuparlo por algún tiempo: Caonabó.

En 1494, Colón decide fundar la primera ciudad española del Nuevo Mundo, hacia el este de donde había estado el Fuerte de la Navidad, el la desembocadura del río hoy llamado Bajabonico. Allí fue establecida la “Isabela”, en homenaje a la reina española.

Esta biografía fue tomada de “El Primer Libertador Americano” trabajo de Juan Bosch historiador y político dominicano (1909-2001). Otras fuentes indican que Caonabó fue apresado por Alonso de Ojeda antes de la Batalla de la Vega Real, asumiendo su cargo su hermano Manicatex, incluso que su apresamiento había desencadenado el conflicto. Batalla de la Vega Real. 27 de marzo de 1495.

Levantamiento de los cacicazgos de Maguana, Magua, Higüey y Jaragua sofocado por las fuerzas españolas dirigidas por Cristóbal y Bartolomé Colon con ayuda de los guerreros de Guancanagarí del cacicazgo de Marién, en la Vega Real (muy cerca de la actual ciudad de Santiago de los Caballeros). Los europeos utilizaron caballos y perros que aterrorizaron a los indígenas. Tras la batalla, todos los caciques de La Española se sometieron al poder español.

Imagen: “La gran batalla que tuvo el almirante con el Rey Guarionex y cien mil indios en la Vega Real”. tomada de la portada de la Primera Década de “Historia General de los hechos de los castellanos en las Islas y tierra firme del mar Océano” de Antonio de Herrera y Tordesillas.

Desde la Isabela, se despacharon columnas hacia el interior, y carabelas para recorrer las costas. Sobre las columnas se cernía la sombra de Caonabó. Todos esperaban el ataque del implacable señor indio. Impresionado también, como cualquiera de los suyos, Colón pensaba en Caonabó y cavilaba cómo inutilizarlo. El día 9 de abril de 1494 escribió, en el pliego de instrucciones que entregó a Mosén Pedro Margarit -encargado de conducir una de las columnas que iba al interior- estos párrafos significativos: “Desto de Cahonaboa, mucho querría que con buena diligencia se toviese tal manera que lo pudiésemos haber en nuestro poder”. Inmediatamente pasaba a explicar que era necesario crear confianza en el cacique, para, llegado el momento, abusar de esa confianza echándole mano. Ordenaba que se le enviase con diez hombres un regalo “y que él nos envíe del oro, haciéndole memoria como estáis vos ahí y que os vais holgando por esa tierra con mucha gente, y que tenemos infinita gente y que cada día verná mucha más, y que siempre yo le enviaré de las cosas que trairán de Castilla, y tratallo así de palabra fasta que tengáis amistad con el, para podelle mejor haber”.

Después de la Batalla de la Vega Real y tras haber fundado algunos fuertes para guarnecer la ruta, Colón se retiró a la Isabela sin haber logrado su propósito principal, el apresamiento de Caonabó. Como un fantasma, Caonabó, cuyo espíritu parecía animar todas las rebeliones, seguía siendo un ser terrible y desconocido, casi una imponente leyenda, inencontrable, inaprensible, con su amenazador prestigio creciendo cada vez más.

Cuando levantaron el Fuerte de Santo Tomás, Alonso de Ojeda fue nombrado Comandante del mismo. Caonabó enteróse de que los soldados blancos habían dejado en la fortaleza una guarnición muy menguada y decidió intentar repetir lo del Fuerte de Navidad….Una noche, al frente de varios miles de guerreros, Caonabó avanzó forzadamente hacia el fortín. Pensaba tomarlo por sorpresa, a su estilo, pero los escasos 50 hombres de Ojeda obedecieron a una rígida disciplina militar, y el primer ataque indio quedó frenado por los fuegos de algunos arcabuces y un falconete. El ruido y las llamas hacían más daño que los propios proyectiles. Los muertos no fueron muchos, pero los indios huyeron despavoridos y en masa. Caonabó, viendo esto, determinó sitiar la fortaleza, y este asedio duró todo un mes, durante el cual los españoles realizaron diversas salidas en busca de alimentos, aunque para ello tenían que luchar para salvaguardar sus propias vidas. Los combates, eran casi continuos hasta que Caonabó regresó a Maguana.

Colón, sabía que mientras viviera Caonabó su dominio de la isla sería insuficiente, porque los españoles no dejarían de temerle y los indios no se sentirían desamparados en tanto supieran que él podía aparecer un día para acabar con los invasores, como lo hizo la primera vez. Estudiando a sus capitanes decidió poner su apresamiento en manos de Ojeda.

Recién llegado a la Española, Ojeda comprendió que los indígenas tenían un lado flaco: su falta de doblez. Eran hombres tan respetuosos de sus promesas y tan rectos al proceder, que se presentaban como enemigos al que consideraban su enemigo y que no podían admitir que quien se introducía como amigo fuera otra cosa. Alonso de Ojeda fue capaz de estafar la buena fe de Caonabó: Con una sonrisa en la boca lo invitó a subir a su caballo. Caonabó subió, pero cuando hubo montado, le colocó unas esposas diciéndole que era una ofrenda de los reyes de Castilla. El cacique pronto comprobó que se había transformado en un prisionero de guerra.

Durante el regreso a La Isabela, los españoles, conduciendo al cacique del Caribe, tuvieron que esquivar a las indómitas tribus de los poblados por los que pasaban y, cuando se terciaba, cruzaban al galope, lanza en ristre, blandiendo la espada. En las enormes selvas, tenían que abrirse camino por entre las zonas pantanosas, evitando las traicioneras arenas movedizas, y evitando las espantosas hordas de mosquitos casi invisibles que se cebaban contra la milicia.

Finalmente, sucios, sudorosos, y hasta algunos febriles, arribaron los hijos de Iberia a las calles de la primera ciudad hispánica de la América. Cristóbal Colón, poco dado a alabar los éxitos de sus subordinados, lanzó exclamaciones de asombro sin ningún disimulo cuando se enteró de las proezas de Alonso de Ojeda. Se regocijaba de tener tan de cerca a un caudillo tan astuto y feroz.

Caonabó contempló desdeñosamente al Almirante y, a sus preguntas, respondió con un altivo silencio, y a sus amenazas con sonrisas de desdén. Mantuvo su tipo fiero hasta las últimas consecuencias. Luego, se jactó de haber degollado a los defensores del Fuerte Navidad, declarando aquello de : “a no ser por el astuto jefe blanco, yo habría exterminado a todos los blancos de La Isabela “.

La indignación del cacique por la celada de que había sido víctima fue indescriptible. Le encerraron y pasaron por su celda todos los españoles, deseosos de contemplar a aquel cuyo solo nombre les infundía espanto. Entonces pudieron apreciar el temple de Caonabó. Orgulloso y sensible como un rey cautivo, jamás se dignaba volver los ojos a los curiosos ni respondía a preguntas. Ni una queja salía de su boca. A pesar de que recibió órdenes expresas de ponerse en pie cuando el Almirante entrara en su celda, nunca lo hizo ni le miró siquiera; en cambio, se incorporaba si era Alonso de Ojeda el que entraba. Interrogado por que hacía eso, siendo así que a quien debía respeto era a Colón, jefe de Ojeda, respondió:

“Sólo debo ponerme en pie ante el español que tuvo la audacia de hacer preso a Caonabó. Los demás son unos cobardes.”

Pasaba las horas mirando a través de las rejas de una ventana, contemplando el lejano horizonte con una expresión de gran señor preocupado, sin mostrar jamás una debilidad. Sus guardianes tuvieron siempre la impresión de que aquel prisionero tenía un alma más grande que las suyas. En todo momento exigió el trato que su posición requería y siempre se sintió, en la prisión, un rey absoluto. Al fin, acabó imponiéndose. Un día dijo que deseaba tener servidores indios, y se los dieron.

Al cabo de largos meses, Caonabó pidió hablar con el Almirante. Explicó a éste que a causa de su prisión, caciques enemigos estaban atacando sus territorios y que lo menos que podían hacer los españoles era defender los hombres y las tierras de un rey que no podía hacerlo por sí mismo a causa de que ellos lo retenían en cautiverio. Con su acostumbrado señorío, mandaba a Colón como si fuera su subordinado. El Almirante respondió que era razonable la petición del cacique, y éste le pidió entonces que fuera él mismo al frente de las tropas españolas que habían de atacar a sus enemigos. Según explico, la presencia de Colón haría más fácil la empresa.

Prometió el Almirante que así se haría y ordenó investigaciones para saber quién atacaba los dominios de Caonabó. Por esas investigaciones se supo que había de verdad en el fondo de la petición de Caonabó: mediante sus servidores indígenas, el gran guerrero había urdido un plan de vastas proporciones, capaz de dar la medida de lo que era su autor. Según ese plan, Caonabó debía obtener de Colón que éste saliera hacia el interior, al frente de un ejército español suficientemente fuerte para que formaran en el los más numerosos y mejores de los hombres apostados en la Isabela; de esa manera, la plaza quedaría casi desguarnecida, situación ideal para que su hermano Maniocatex atacara al frente de millares de indios, y libertara a Caonabó, quien inmediatamente se pondría al frente de la indiada para iniciar una guerra de exterminio sobre los conquistadores.

Descubierta la conspiración, Colón se mostró indignado. Nada logró sacar de Caonabó. Ordenó entonces que se le iniciara proceso por los hechos del Fuerte de la Navidad. Aunque hasta ahora no ha aparecido copia alguna de ese proceso, se sabe que Caonabó no negó los cargos y que justificó su conducta con las tropelías que cometieron los españoles mandados por Diego de Arana. En todo momento seguía siendo de tan notable altivez, que impresionaba favorablemente a sus enemigos. Temeroso de que su muerte provocara una sublevación de grandes proporciones y, sobre todo, movido a respeto por el temple de aquel ser extraordinario, el Almirante no se atrevió a darle muerte.

Tal vez Colón creyera que podía sacar más provecho de Caonabó vivo que muerto. Enviándolo a España a fin de que los Reyes Católicos vieran por sus ojos que clase de enemigos eran los que su Almirante tenía que enfrentar en La Española. Pero cuando las naves llegaron a España hacía semanas que Caonabó, no iba en la suya. Había quedado sepultado en las aguas del océano, donde tuvieron que lanzarlo después de su muerte. Se había suicidado lentamente, de hambre, sin haber mostrado flaqueza ni una sola vez.

Cuando supo el fin de Caonabó, Colón dispuso que todos los indios de La Española debían pagar un tributo anual, en oro, a los Reyes de España. Mientras él vivió, el Almirante no se hubiera atrevido a imponer esa ley arbitraria. Aun preso, Caonabó bastaba a evitar males a su raza.

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