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Entre verdades, mentiras y charlatanerías

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El derecho a la información se mueve en una hoja de doble filo: el de la información, propiamente dicho, y el de la opinión. El problema se complica cuando la opinión quiere imponerse como lo real y no como un posible punto de vista de lo real.

Julio Valeirón

Vivimos una época en que la información fluye como nunca habíamos conocido. Los hechos que transcurren en cualquier parte del mundo son divulgados y conocidos por millones de personas casi de manera inmediata. Es tal la cantidad de información que cruza por todos los medios y canales de comunicación que generalmente quedamos abrumados y con algunas dificultades para poder procesarlas. Durante todo este proceso pandémico por la COVID-19 y sus secuelas llegó un momento en que los efectos perversos que se desencadenaron a nivel emocional no fueron tanto por la COVID misma cuanto, de la mar de informaciones, muchas veces contradictorias, que a diario nos llegaban por los medios y las redes sociales. Nuestra conciencia fue severamente invadida.

Un estudio realizado por el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y publicado en la revista Management Science, sobre las historias que se publican en Facebook que, aunque puedan llegar a etiquetarse como falsas o controvertidas, el usuario de dicha plataforma lo cree todo, aunque dicha información sea absolutamente inventada. Así nace lo que se da por llamar el “efecto de la verdad implícita”, lo que se entiende como que, si una información no ha sido calificada como falsa cuando muchas otras si lo han sido, entonces, se asume como cierta. ¡Qué barbaridad!

Un trabajo publicado por Javier Salas en el periódico El País en marzo del 2018 bajo el título La información falsa llega más lejos, más rápido y a más gente que la verdadera, habla de un estudio impulsado por Twitter en que se detectó que la difusión de “bulos” (noticias falsas para hacer daño a alguien o alguna institución) en las redes, afecta a todos los ámbitos, pero sobre todo al político. Se ha constatado que la difusión de noticias falsas a través de la internet tiene graves consecuencias en la vida real, pues su viralización es mucho mayor incluso que las noticias verdaderas o ciertas. Aunque parezca mentira.

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Hay varios estudios sobre el tema que definitivamente muestran el enorme riesgo de hacer un uso indiscriminado de las informaciones que fluyen a través de las redes sociales. Una conclusión interesante de estos estudios es que las noticias falsas se extienden más que las verdaderas, porque los seres humanos tendemos a propagarla más. ¿Será la morbosidad que nos lleva a tal comportamiento?

Pero el tema no es solo cuestión de redes. A través de la prensa nos encontramos con situaciones dignas de ser consideradas. Hace poco un amigo y hermano, me hizo llegar por la vía electrónica una misma información manejada de manera radicalmente distinta entre diferentes periodistas y agencias de prensa. En el Listín Diario del día 13 aparece la siguiente información: “Dos hospitales cerrados en China por rechazar paciente de urgencia debido al COVID”. La primera fuente es de AFP (Pekín, China), https://listindiario.com/las-mundiales/2022/01/13/704732/dos-hospitales-cerrados-en-china-por-rechazar-pacientes-de-urgencia-debido-al-covid. Esta información dista radicalmente de la ofrecida por el periodista Ding Gang, bajo el título “¿Por qué el NYT fabricó la contradicción entre el pueblo chino y la política de cero COVID?”, y que aparece en https://www.globaltimes.cn/page/202201/1245622.shtml?id=11).

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Si leyeron ambas informaciones podrán decir que posiblemente se trata de hechos distintos, pero no, se trata de construcciones contradictorias de un mismo hecho, a partir de los intereses particulares (del periodista) o corporativo (de la agencia de prensa). ¿Será esto parte de lo que Berger y Luckmann nos plantearon en su libro publicado en el 1968, La construcción social de la realidad?

Martín Montoya, profesor de Filosofía en la Universidad de Navarra, en su artículo La era de la posverdad, la posveracidad y la charlatanería,publicado en la página del Grupo Ciencia, Razón y Fe, de esa misma universidad, señala lo siguiente:

“El año 2016 fue catalogado por muchos periodistas y analistas políticos como el año de la posverdad. Este término es la traducción de post-truth, elegida palabra de ese año por Oxford Dictionaries. Su significado se refiere a algo que denota unas circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes, en la formación de la opinión pública, que la apelación a las emociones y creencias personales. Bajo estos términos, quien desee influir en la opinión pública deberá concentrar sus esfuerzos en la elaboración de discursos fáciles de aceptar, insistir en lo que puede satisfacer los sentimientos y creencias de su audiencia, más que en los hechos reales.”[1]

Es decir, ¿de qué realidad estaríamos hablando entonces? ¿De lo real, de lo que efectivamente aconteció? O ¿De aquello que el comunicador, el medio o la agencia de prensa quiere que asumamos como verdad? ¿Estaríamos entre qué, mentiras o charlatanerías? La primera siempre será intencional, la segunda, posiblemente el producto de las poses sociales que un determinado comunicador quiere presentar “ante su público”, como señal de persona informada.

Desde hace ya varios años, me muestro reticente a escuchar “determinados programas de radio y televisión”, pues muchas veces me hago las mismas preguntas: ¿Pensará esta persona que soy un idiota? ¿Cuáles intereses priman en tal o cual persona, en tal o cual medio? Claro, ya no se habla de “periodistas” pues el término entró en desuso; se habla de “comunicadores sociales”.

Desde el punto de vista del derecho, se puede hablar en dos términos: el derecho a informar y el derecho a ser informado. ¿De qué manera mi derecho a ser informado se cumplirá si el ejercicio del derecho a informar no se apega al sentido ético de la información?

Estoy claro que el derecho a la información se mueve en una hoja de doble filo: el de la información, propiamente dicho, y el de la opinión. El problema se complica cuando la opinión quiere imponerse como lo real y no como un posible punto de vista de lo real.

Una ética de la información deberá entonces tomar en consideración tres cuestiones fundamentales:

  1. Ha de ser conforme a la realidad (Principio de objetividad).
  2. Ha de ser completa (ni maquillada ni manipulada).
  3. Ha de ser asequible y rápida (su acceso ha de ser público).

Mientras tanto me siento pisar un terreno fangoso, impregnado de mentiras y/o media verdades dichas, como también de las charlatanerías de quien solo busca “cámara”, sin más interés que su propio ego distorsionado.

Sé que en el mundo de la comunicación social hay muchas personas serias, como también sé, y es evidente, es un modo de “vivir muy bien” a costa de quien paga lo que se informa. Definitivamente que estamos ante un tema muy delicado y, por supuesto, controversial.

[1] Recuperado en La era de la posverdad, la posveracidad y la charlatanería. Grupo Ciencia, Razón y Fe (CRYF). Universidad de Navarra (unav.edu)

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