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El heroísmo de la humildad

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Enrique Sánchez Costa
Santo Domingo

Érase una vez un niño que amaba las palabras, los árboles y los cuentos de hadas. Perdió a su padre con tan solo cuatro años y a su madre con doce. Se refugió en el mundo de las leyendas y las lenguas, que le ofrecían nuevos hogares que habitar. Llegaría a comprender una docena de idiomas y a crear sus propias lenguas. Con treinta y tres años, este lingüista prodigioso, J. R. R. Tolkien, era catedrático de Anglosajón en la Universidad de Oxford. Allí enseñaría durante décadas las lenguas germánicas y sus cantares de gesta: el Beowulf, el Cantar de los Nibelungos, las Eddas, el Kalevala, entre otros.

Los héroes grecolatinos habían destacado por su orgullo y sus cualidades excepcionales: Aquiles, que “rompe filas de guerreros y tiene el ánimo de un león”, es el “más valiente” y el “mejor de los arqueros”. Hércules posee una fuerza y un arrojo sobrehumanos. Lo mismo observamos en los héroes de la época medieval. En Beowulf, el héroe se vanagloria de sus cualidades: “desde muy joven el valor me deparó la fama”; “mi fuerza en el mar es insuperable”; “solo al furor de mis manos deberá la bestia someterse”; “mío será el deber de una gesta”.

Nietzsche propondrá un nuevo modelo de heroísmo, el “superhombre”, que ahinca sus raíces en los héroes griegos y germánicos paganos. Afirma: “¿Qué es bueno? – Todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo en el hombre”. Por ello, desprecia la compasión cristiana (“los débiles y malogrados deben perecer”) y ensalza−como luego harán el futurismo y el fascismo− la guerra, la virilidad y el poder.

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Tolkien luchó en la Primera Guerra Mundial. Allí, en “el horror animal de la guerra de trincheras”, perdió a muchos amigos. Frente a las glorificaciones falaces de la guerra, sabía que “las guerras siempre se pierden y la guerra siempre continúa”. En las trincheras había sido testigo de incontables héroes humildes, frágiles, desconocidos, que vencían sus miedos y desafiaban los mayores peligros para realizar su misión.

Tolkien compone en el Señor de los Anillos (1955) una oda al heroísmo de la humildad: el heroísmo del hombre y la mujer corrientes. Es cierto que desfilan en la obra guerreros portentosos. Pero será una chica (Éowyn) quien venza al mortífero Señor de los Nazgûl. Y serán dos “hobbits” pequeños y hogareños (Frodo y Sam), sin ninguna cualidad extraordinaria, quienes cumplan la misión esencial (destruir el Anillo Único, que enloquece a todos con su poder). Frodo confiesa: “No estoy hecho para misiones peligrosas. ¡Ojalá nunca hubiera visto el anillo! ¿Por qué vino a mí? ¿Por qué fui elegido?”. Y, cuando logre su misión, reconoce que “no hubiera llegado lejos sin Sam”, su jardinero y amigo fiel. El nuevo heroísmo que dibuja Tolkien no se basa en lo extraordinario, en el poder solitario y dominador, sino en la amistad y el servicio a los demás. Como afirma en la obra el hada Galadriel, “incluso la persona más pequeña puede cambiar el curso del futuro”.

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