Salomé Ureña de Henríquez, la más insigne de nuestras poetisas, descendía de dos familias dominicanas muy antiguas: la familia Ureña y la familia Díaz. Ambas eran familias empobrecidas a causa de las vicisitudes de la Isla de Santo Domingo.
Todos los antecesores de Salomé eran dominicanos, excepto unos que vinieron de Canarias en el siglo XVIII. Quizás los Ureña procedían de Santiago de los Caballeros.
Francisco Ureña, padre de Nicolás Ureña de Mendoza, era hijo de Carlos de Ureña y de Catalina Mañón, perteneciente a una familia que había sido rica y había tenido esclavos que tomaron su apellido. Se casó con Ramona de Mendoza, de Santiago de los Caballeros. Francisco Ureña era dueño de una buena casa de altos, situada en la calle de las Mercedes, entre la del Estudio (actual calle Hostos) y la de los Mártires (actual calle Duarte).
Nicolás Ureña de Mendoza, padre de Salomé, nació el 25 de marzo de 1822, en la casa No.37 de la calle Mercedes. Fue un hombre de espíritu elevado y gran cultura. Desde muy niño comenzó a escribir versos.
Fue poeta, abogado de buena reputación, ocupó cargos de Senador y de Magistrado y se dedicó al magisterio y al periodismo. Tuvo una vida fecunda y abarcó todos los aspectos de la vida cultura en Santo Domingo. Entre sus poesías están El Guajiro Predilecto, que es del tipo de nuestros cantos populares; Recuerdos de la Patria, A Sánchez. Escribió canciones como Las Serranas; algunas Pastorelas y poesías de asuntos religiosos. Se complacía en hacer epigramas y dejó una serie con el título de Epitafios. Abarcó, pues el género popular, el culto, el costumbristas y la oratoria. Murió el 3 de abril de 1875 en la misma casa en que nació.
Gregoria Díaz y León, la madre de Salomé, nació el 25 de diciembre de 1819 y murió en 1914; era hija de Pedro Díaz y Castro, hombre de grandes negocios y que tuvo hatos y muchas tierras en el Este.
Nicolás Ureña de Mendoza y Gregoria Díaz de León, padres de Salomé, celebraron sus nupcias en la ciudad de Santo Domingo, el 25 de diciembre de 1847. Hicieron hogar de la casa No. 37 de la calle Mercedes.
Nacimiento y primeros años
Salomé Ureña y Díaz de León nació en la ciudad de Santo Domingo, capital de la República Dominicana, el viernes 21 de octubre de 1850, a las 6 de la mañana, en el barrio de Santa Bárbara, antiguo solar de buenas familias, en la casa de su abuela materna, hoy calle Isabel la Católica número 84, junto a la casa de Juan Pablo Duarte. El Dr. Pedro Delgado y Ana Díaz de León, “la segunda madre en el hogar”, fueron sus padrinos. Su única hermana, Ramona, nació el 26 de octubre de 1843 y murió en Santiago de Cuba en 1936.
La ciudad de su nacimiento era pequeña y tenía acentuado aspecto colonial; estaba rodeada de murallas con foso hacia el campo, y las puertas se cerraban como en el siglo XVI: por lo menos la Puerta del Conde de Peñalba. Muchos edificios estaban en ruinas: la Universidad de los dominicos, el Estudio que había sido Universidad de Santiago de la Paz, el Convento de San Francisco, el de la Merced, la iglesia de San Antón, la iglesia de San Nicolás, el Convento de Regina Angelorum, el Palacio del Almirante Diego Colón, muchas casas particulares. Como los edificios, las familias estaban también arruinadas. Largos años de emigración continua habían empobrecido la ciudad.
El nacimiento de Salomé Ureña ocurrió poco después de la fundación de la República, durante el primer Gobierno de Báez; creció en un ambiente de discordias, entre mil luchas intestinas. Por lo mismo que vivió en una época de tanta agitación, de tan incesantes perturbaciones en el pueblo dominicano, su alma se agrandó con el dolor, y se hizo cada día más fuerte.
Salomé tuvo una niñez muy precoz. Su madre la enseñó a leer: a los cuatro años leía de corrido. Su infancia discurrió en las aulas de dos pequeñas escuelas de primeras letras, únicas permitidas entonces a las mujeres.
Sus lecturas y sus estudios de la adolescencia fueron hechos bajo la dirección de su padre, de quien recibió lecciones de Literatura, Aritmética y Botánica, por la que ella sentía gran pasión. Con su padre aprendió, además, a declamar los versos de sus poetas predilectos. Salomé tenía una “memoria extraordinaria”. La cantidad de poesías que sabía de memoria y solía repetir entre sus íntimos, lo mismo que su hermana Ramona, era incalculable.
Vocación poética
Desde muy temprano comenzó a cultivar su talento poético. A los 15 años escribió versos; a los 17 los publicó por primera vez, calzados con el seudónimo de Herminia, que llegó a ser totalmente conocido.
En 1874 otra “Herminia” aparece firmando un artículo en prosa en el periódico El Centinela. Desde entonces Salomé firma sus versos con su nombre, y alcanza elogios como el de don Marcelino Menéndez y Pelayo, quien escribió que “para encontrar poesía en Santo Domingo hay que llegar a José Joaquín Pérez y a Salomé Ureña”.
Las poesías de Salomé Ureña se publicaban generalmente en periódicos de Santo Domingo, y en algunas ocasiones aparecían en periódicos extranjeros.
La antología Lira de Quisqueya recoge diez composiciones suyas. En 1880 se publicó un volumen de sus poesías, patrocinada su publicación por la Sociedad Amigos del País. Este libro contiene treinta y tres composiciones y el poema Anacaona. Tiene un prólogo de Monseñor Fernando A. de Meriño y una biografía de la citada Sociedad, escrita por José Lamarche. En 1920 se hizo una segunda edición de sus versos, más recomendable que la anterior. Tiene un prólogo, anónimo, escrito por su hijo Pedro Henríquez Ureña. En esta edición han sido omitidos el poema Anacaona y nueve composiciones de las que figuran en la edición de 1880.
Patriotismo
Desde muy niña, Salomé Ureña alojó en su corazón la vehemente aspiración de Patria: había heredado de su abuelo y de su padre el sentimiento del patriotismo. Sus primeros años discurrieron en una época alternativa de paz y de guerra. Su infantil espíritu tropieza con la terrible Anexión a la antigua Metrópoli. El espectáculo de la guerra nacionalista contra España y luego las guerras civiles, acrecientan su amor a la Patria y hacen de Salomé la poetisa patriota.
Ella es la primera que canta, por encima de todos los poetas de su época, el progreso y la civilización. Según expresión de César Nicolás Penson, ella “fue poetisa vaticinadora en cuyos épicos cantos predominaba siempre la nota patriótica con los encendidos y vehementes anhelos y alientos de titán. Vidente como los grandes vates de las revoluciones del espíritu, Olmedo, Heredia y Quintana, recogió la herencia de sus estrofas altivas y apasionadas, y sorprendió a la América y al mundo…”
En sus poesías no predomina el elemento puramente literario, sino lo que contribuye a dar mayor grandeza a su Patria. Hostos, al hablar de ella dice: “Cantó todo lo que sentía la sociedad de que formaba parte; y lo cantó con tal fuerza, con tal unción, que parece en sus versos la sacerdotisa del verdadero patriotismo”, y agrega; “indudablemente, lo más grande que hay en la poetisa dominicana es la fibra patriótica”.
Soñó con el bien de su patria y dedicó sus versos a inclinarla hacia la paz y el progreso. Esta preocupación patriótica llegó a sobreponerse a toda otra idea; sólo le animaba el deseo de hacer llegar su prédica a todos sus compatriotas. A través de su ardoroso patriotismo logra hacernos comprender mejor lo que es patria. En una de sus primeras composiciones al hablar de la patria dice:
¡Oh! Patria, voz divina, sublime y dulce nombre
a cuyo acento el alma palpita de emoción…
Ya para esa época llaman la atención en Santo Domingo y en otros países de la América sus composiciones patrióticas. La nota del progreso y del amor a la Patria es el tema de todas sus poesías desde el año 1873 hasta el 1880.
La fama patriótica de Salomé Ureña alcanza tal altura que, en el año 1878, se le hace una apoteosis y se le entrega una medalla costeada por suscripción pública; y su consagración como la figura más alta del parnaso dominicano queda en nuestros anales cívicos y literarios como una de las más bellas fiestas del espíritu.
Fueron muchos y frecuentes los tributos de admiración y simpatía que mereció en vida Salomé Ureña, sin que por nada se quebrantase su modestia. Fue socia de Mérito y Honor de las Sociedades Amigos del País, de Santo Domingo; de la Fe en el Porvenir, de Puerto Plata; y de casi todas las Asociaciones benéficas, literarias o artísticas de la República. Fue, también, Miembro Honorario del Liceo de Puerto Príncipe, de Cuba, y de la Sociedad Literaria Alegría, de Coro, Venezuela.
En 1881 comienza a sufrir nuevamente por las desgracias de su patria. Recientes perturbaciones políticas hacen que sus esperanzas patrióticas tengan grandes decepciones. El fracaso moral del gobierno de Meriño, le ocasionó profundo desconsuelo. Sus cantos patrióticos sufren una crisis. La poetisa escribe Sombras, y desde entonces en muy raras ocasiones escribe versos. Pero Sombras no es un vano alarde poético; es un adolorido grito de patriótica angustia. La decepción política es estímulo para la creación de un plantel educativo que contribuya a cambiar la sombría faz del País: el Instituto de Señoritas.
Es curioso y sorprendente el caso de que una poetisa del estro de Salomé Ureña pudiera abandonar su lira por tan largo tiempo. Este silencio puede interpretarse como una protesta de su patriotismo. Esa tácita renuncia a los triunfos poéticos, engrandece aún más a esta mujer de fuerte espíritu, “apasionada de la patria”, que prefirió sacrificar los laureles de la poesía antes que volver a inspirarse en las crecientes desventuras de su patria.
Salomé en el hogar
Desde el año 1860 hasta 1880, Salomé Ureña fue a vivir, siempre con su madre y con su hermana Ramona, y además con Teresa de León y de la Concha y Ana Díaz León, a la casa No. 56 de la calle 19 de Marzo. Su educación doméstica la recibió de su madre y de su tía Ana (Nana), “la segunda madre en el hogar”.
La madre de Salomé era católica practicante, pero no fanática. Ramona y Salomé se formaron en una atmósfera de fe cristiana, y asistía a la iglesia con su madre todas las mañanas, durante su primera juventud. Luego las obligaciones del hogar no les permitieron ir a misa sino los domingos. El ex-Convento Dominico era la iglesia que acostumbraba visitar. Allí vio a Salomé, por primera vez, Francisco Henríquez y Carvajal, quien atraído por la fama de la poetisa, acompañado de un amigo se dirigió al ex-Convento en interés de conocerla. El amigo le señaló a las dos hermanas, pero no supo decirle cuál de ellas era la excelsa poetisa.
Desde la infancia, Salomé fue muy emotiva. Sufría por todo. Se le veía llorar sin motivo aparente. Esta disposición del ánimo perduró en ella toda la vida. Era noble de sentimientos y “su modestia fue tan grande como su mérito”. Fue mujer de su casa. Soltera, pocas veces traspasaba los linderos de su hogar. No salió nunca del país, como ella misma lo dice:
Así, aunque de otras playas jamás me vi en la arena
ni de otros horizontes las líneas contemplé…
Sin embargo, a su hogar acudían altas mentalidades nacionales y extranjeras que rendían tributo de admiración a la ya esclarecida poetisa quisqueyana. El distinguido poeta venezolano Juan A. Pérez Bonalde, autor de la sentida poesía La vuelta al hogar, de paso por nuestra Ciudad Primada fue a rendir su homenaje de simpatía y de admiración a Salomé; departieron amigablemente y él le recitó lleno de emoción, húmedos los ojos por las lágrimas, la poesía en la cual describe, con intenso dolor, su triste llegada al hogar, cuando llamado por su madre enferma la encontró sin vida.
Años más tarde, Salomé Ureña leía conmovida esa poesía a sus discípulas amadas y les decía: “Quisiera que la hubierais oído recitada por sus labios…”
Era afectuosa, con todos sus familiares, sentía gran entusiasmo por su padre, a quien quería entrañablemente.
A pesar de que su hogar fue enturbiado con la separación de sus padres, cuando ella apenas tenía dos años de nacida, en su corazón éstos estuvieron siempre unidos. Ella vivió junto a su madre, pero diariamente visitaba la casa de su padre, a cuya muerte escribió una composición titulada A mi padre, en la que se muestra tal como era, y en que deja ver la profunda admiración y la ternura de su cariño por su progenitor.
En 1880 contrajo matrimonio con Francisco Henríquez y Carvajal, que andando el tiempo sería Presidente de la República. El 3 de diciembre de 1882, como para bendecir su hogar-escuela, y para que Salomé pudiera ostentar la sublime trinidad de poetisa, educadora y madre, nació el anhelado primogénito (Francisco):
La inscripción del Instituto era cada día más numerosa y resultaba estrecho aquel local. Familia y escuela se instalaron entonces en la calle de la Esperanza, hoy Luperón, esquina Duarte. Allí nacieron sus hijos Pedro y Maximiliano.
En 1884 nace Pedro Nicolás, su segundo hijo. A los cinco meses de nacido le sobreviene mortal enfermedad. Una de las discípulas predilectas de Salomé, Mercedes Laura Aguiar, recuerda la terrible y conmovedora escena: el niño en brazos de Monseñor Meriño para recibir las aguas del bautismo; su madre de rodillas en el suelo rogando a Dios que le salvara su hijo; los demás, todos en silencio. Llega el Dr. Juan Francisco Alfonseca y tomando al niño en sus brazos dice: “Monseñor, unos minutos a la ciencia”. Después de algunas horas de terrible ansiedad, la fiebre cede y el niño se salva milagrosamente.
La poetisa se complacía en leerles a sus discípulas las composiciones que escribía. Una mañana las reunió y llena de emoción, con voz ahogada por el llanto, les leyó Tristezas, poesía escrita la noche anterior, inspirada en las palabras del dulce primogénito, cuando ya en la cama después de terminar sus oraciones, recordando al padre ausente exclamó:
¿Tú no te acuerdas, mamá?
¡El sol qué bonito era
cuando estaba aquí papá!
Cuatro años duró la ausencia del esposo, que había ido a Francia a perfeccionar sus estudios de Medicina. Cuatro años de angustias para la madre educadora. Aquella mujer de ánimo fuerte y de voluntad superior, vaciló abatida por la ausencia del esposo ante la terrible idea de perder a uno de sus hijos. Ese estado de espíritu, le inspiró su poesía Angustias.
La horrorosa enfermad del crup (difteria, gatorrilo, del inglés ‘croup’) se desarrolló en esta ciudad. El suero salvador no había sido descubierto y era casi seguro que el niño que fuera atacado por la epidemia mortal, sucumbiría.
Desgraciadamente, su hijo Pedro contrajo la terrible enfermedad. Otro milagro fue realizado al ser salvado de ella, por el Dr. Alfonseca, quien años antes lo había librado de la muerte. Dos veces estuvo su hijo Pedro al borde de la tumba. En esta ocasión no fueron pocas las angustias de la madre ante el niño moribundo.
Salomé sentía vivo placer en la educación de sus hijos. A todos les enseñó a querer a su patria. Ese amor creció con la maternidad y los infundió en el espíritu de sus hijos.
El 9 de abril de 1894 nació Camila, su única hija. Mientras tanto, ella luchaba con la muerte, atacada de fuerte neumonía. Rebasó la gravedad, pero su salud quedó minada para siempre.
nublada por el llanto la pupila.
Durante su quebranto, el esposo la hizo abandonar la ciudad natal, hacia Puerto Plata. Puerto Plata fue para ella delicioso oasis. Al llegar, Antera Mota de Reyes la saludó con una extensa y bella página en prosa, Bienvenida. Rodeada de cariños y atenciones y colmada de homenajes de admiración, pasó allí una feliz temporada que alivió su espíritu, pero no detuvo en su carrera la mortal enfermedad. Allí terminó su poesía Mi Pedro, que tenía inconclusa desde 1890.
Femineidad
Salomé Ureña fue extremadamente femenina. Hostos, el Apóstol Antillano, al hablar de ella en una breve biografía, dice: “Los tributos poéticos de Salomé Ureña a los afectos, a los seres queridos, al hogar, a su digno esposo y a sus hijos, forman una serie de composiciones extraordinariamente subjetivas, pues todas juntas sugieren la certidumbre de que la poetisa era además una mujer; no hay ninguna de ellas que no sugiera algún sentimiento delicado, alguna recóndita sonrisa de complacencia, algún noble estímulo para la vida, alguna de esas tristezas reconfortantes que sirven de séquito, y a veces de ovación, al mérito moral e intelectual desconocido”.
Como Juan Nicasio Gallego al estrenarse uno de los dramas de la Avellaneda, ¡Es muy hombre esa mujer!, exclama Alejandro Angulo Guridi en un arranque de entusiasmo al oír la composición de Salomé, A mi patria, leída por Francisco Henríquez y Carvajal en la velada de la Sociedad Literaria Amigos del País en que se le confirió una medalla. Cuando Angulo Guridi exclama: ¡Es muy hombre esa mujer!, no se refiere a odiosos rezumos de masculinidad, a manifestaciones de bastarda masculinidad en sus versos, sino a la majestad de su inspiración; hombre también en la grandeza de la acción, pero femenina siempre en su actitud.
En la escuela
Durante los años 1878 y 1879 se dedicó Salomé Ureña a ampliar su cultura científica y literaria. Francisco Henríquez y Carvajal, admirador del talento de la poetisa, cuyo nombre volaba ya en alas de la fama, la ayudó a completar su educación, y contrajo matrimonio con ella, en febrero de 1880, como se ha dicho antes.
En 1879 había llegado a la República Eugenio María de Hostos, a quien se le encomendó la organización de la Escuela Normal de Santo Domingo, en 1880, y de quien fue Francisco Henríquez y Carvajal activo colaborador.
Animada en su ideal por el compañero de su vida, fundó el 3 de noviembre de 1881 el Instituto de Señoritas, primer plantel femenino de Enseñanza Superior en la República, sin duda la escuela de mujeres más importante que ha habido en el país. Fue inaugurado con sólo 14 alumnas. Su consagración al magisterio fue tan radical que prefirió las duras glorias de éste, antes que los laureles de la poesía. Ya lo dijo Hostos: “La mujer quisqueyana no ha tenido reformadora más concienzuda de la educación de la mujer”.
El Instituto de Señoritas ofrece un rápido triunfo espiritual, y en abril de 1887 se celebra la investidura de las seis primeras maestras: Leonor M. Feliz, Mercedes Laura Aguiar, Luisa Ozema Pellerano, Ana Josefa Puello, Altagracia Henríquez Perdomo y Catalina Pou. En aquella ocasión, en que Hostos pronunció uno de sus más bellos discursos, Salomé Ureña rompe su silencio y escribe la historia de sus aspiraciones y de sus esfuerzos en Mi ofrenda a la Patria.
El Instituto de Señoritas fue por largos años dulce y fecundo hogar para sus discípulas. La Maestra amada era madre y confidente de aquellas niñas “templadas al calor de sus anhelos”.
Después de la investidura de las primeras Maestras Normales, fue Francisco Henríquez y Carvajal a Europa a perfeccionar sus estudios de Medicina, como se ha indicado anteriormente. Salomé se quedó al frente del Instituto de Señoritas. Sus discípulas graduadas la ayudaban en la faena.
Dos grupos de maestras invistió, examinadas ante la Escuela Normal, siempre dirigida por el Sr. Hostos. Cuando el Dr. Henríquez regresó de Europa, el 6 de julio de 1891, encontró tan desmejorada la salud de su esposa y tan agotadas sus fuerzas que poco tiempo después la convenció de que necesitaba descansar. En diciembre de 1893 fue clausurado el memorable Instituto de Señoritas. El instituto permaneció cerrado hasta enero de 1896, en que fue nuevamente abierto. La reapertura se debió a las hermanas Luisa Ozema y Eva Pellerano Castro. Después de muerta la poetisa, sus discípulas le dieron al Instituto el nombre de Salomé Ureña.
La muerte
La vida de Salomé Ureña de Henríquez se resume en dos hechos esenciales: soñó con el bien de su patria y dedicó sus versos a encaminarla hacia la paz y el progreso; después creyó que esto no bastaba, y se dedicó a la educación de la mujer. Hay dos momentos culminantes en su vida: el día en que se le entrega una medalla costeada por suscripción pública, como homenaje a la cantora del ideal de una patria mejor; el día en que se gradúan sus primeras discípulas, prenda de algo que ayudaría a hacer mejor el destino de la patria.
Su vida es corta; cuando va a gozar del necesario descanso, enferma para morir [de tuberculosis]; y este final inesperado conmueve a toda la República.
El angustioso proceso de su muerte se inició en enero de 1897. El día dos regresó de Puerto Plata a Santo Domingo. El día ocho se sintió decaer, y a los quince días se agravaba: fue asistida por los doctores Ramón Báez, Salvador B. Gautier y J.F. Alfonseca. El esposo ausente llegó de Haití el siete de febrero. Se redoblaron los esfuerzos de la ciencia y del cariño hasta lograr apartarla por unos días de la tumba.
Murió rodeada del cariño de todos, el día 6 de marzo de 1897 a los 46 años de edad. Su entierro fue una manifestación cívica. Le dieron sepultura en la iglesia de las Mercedes. “Ante su tumba -exclama don Arturo Pellerano Alfau- el corazón se llena de congojas y la palabra se anuda en la garganta” y agrega: “Para su cuerpo es bastante ese lecho de tierra donde va a dormir el sueño eterno, pero para su gloria son ya pequeños los ámbitos de América”. “Mujer de la Biblia”, la llamó César Nicolás Penson.
De ella dijo entonces el ilustre autor de Enriquillo, Manuel de Jesús Galván: “El cuerpo yace inerte; será polvo mañana; pero ella, el espíritu que vibraba en las cuerdas de armoniosa lira, que palpita a la sentida inspiración de los santos amores, que se exhala en ritmos de ternura, aspirando a la imposible realización, en este mundo de sus ensueños de virtud y de bien, ese no muere nunca. Ese espíritu, que animó a la ilustre poetisa dominicana, está hoy más vivo que ayer, y reposa complacido en el seno de la inmortalidad”.
Los periódicos de aquella época están llenos de artículos, versos y discursos, dedicados a la muerte de Salomé Ureña. Hostos, en una emocionante carta que dirigió desde Chile a Don Federico Henríquez y Carvajal, le decía: “¡Hay que llorarla!, son muchos los que estaban interesados en su vida: la patria, que no tuvo corazón más devoto; su discipulado, que no tuvo mejor luz; la mujer quisqueyana, que no ha tenido reformadora más concienzuda de la educación de la mujer; su familia, que no tenía mejor ambiente que el de aquellas virtudes morales y sociales tan sencillas; sus coetáneos, que no pudieron tener centro mejor en donde confluyeran tantas admiraciones motivadas, como en aquel cuerpo débil y alma fuerte, que era a la vez una sacerdotisa en el aula, una pitonisa en el arte, un mentor en el hogar”.
Ninguna muerte ha producido en la República sentimientos tan hondos. La muerte de Salomé Ureña fue duelo para todos los dominicanos. La lloraron de tal modo que le hicieron decir a Hostos, el Apóstol Antillano, su ferviente admirador, estas palabras memorables: casi se puede haber soportado la vida, con tal de morir entre corazones tan amigos.
Fuente: Historia Dominicana En Gráficas