Santo Domingo es el resultado urbano de dos episodios trágicos: el ciclón San Zenón en 1930 y la Revolución de Abril de 1965.
En 1965, Santo domingo era una ciudad pequeña. Provinciana en parte y aristocrática en otra, salía apenas de sus murallas después de 450 años de existencia. Hacia el Oeste, se había construido la Feria de la Paz, el matadero y Metaldom (empresa metalúrgica) y al norte de la avenida Máximo Gómez, algunas industrias y la cementera de Trujillo se localizaban “lejos” de la zona colonial y se rodeaban de barrios populares.
El país era rural en un 60 por ciento tenía 367,053 habitantes de los cuales el 45 por ciento tenía entre 15 y 34 años de edad; era, por lo tanto, una ciudad donde la juventud rebelde estaba hambrienta de vida pública y de lectura. Los universitarios habían transformado las plazas, las esquinas y parques en ágoras permanentes.
Para tener una idea de lo que era Santo Domingo en 1965, basta recordar que en un tramo corto de la calle Isabel la Católica, competían con el Banco de Reservas, el Royal Bank del Canadá y el Nova Scotia. En esa misma calle, todas las casas comerciales Johnn Abbes y Miguel Barceló entre otras, se codeaban con los grandes almacenes y tiendas. Al final de la Avenida España, se encontraban las oficinas de las casas Piñeyro y Celso Pérez, de la Destilería Quisqueya y de la casa Dávila. En la calle Arzobispo Meriño, las tiendas, las sombrererías, sastrerías tenían a la Casa Velásquez abierta y cerca. En las calles Mercedes, Luperón, Hostos y Nouel, se localizaban todas las sucursales de las grandes casas comerciales extranjeras.
Santo Domingo era un puerto que se había reactivado después la muerte del tirano gracias a las numerosas exenciones otorgadas a influyentes exportadores. El Sindicato de Arrimo Portuario (POASI), el de los empleados públicos y el de la Federación Nacional de Maestros (FENAMA) dominaban todas las actividades culturales y sindicales. El puerto era una zona llena de vida. De miseria también, pero el bullicio era expresión de vitalidad: todo pasaba por las Atarazanas.
Los partidos políticos rivales en contiendas electorales tenían sus locales en tres cuadras: en el parque Colón, el PRD; en la esquina del Conde con Hostos, el 1J4; en la Estrelleta con Pina, la Unión Cívica.
La avenida Mella tenía el famoso mercado, el hotel La Fama y todos los comerciantes árabes. La “Mella” y el Conde concentraba los bellos edificios de los años veinte, como el Copello, hoteles, restaurantes, joyerías, el periódico El Caribe y cafeterías como la Colonial y la Sublime. Hasta barberías famosas, la Cibao y la Colón, tenían sus “habitués” combinando higiene con tertulias.
En la zona norte, los barrios de obreros y empleados –el Simón Bolívar, la Caridad, El Aljibe, Faría, Villa María— iniciaban su urbanización mientras los ensanches Espaillat, Barrio Obrero, Luperón, Villa Francisca y Mejoramiento Social se densificaban. San Carlos, barrio viejo y tradicional, concentraba las agencias de carros en la 30 de Marzo, tenía cultura y tradición, orgullo: Había dejado de ser común para formar parte de la ciudad, al igual que Ciudad Nueva.
Hacia el oeste de la zona colonial, Primavera, Lugo y Gascue eran sinónimo de viejas familias acomodadas con tradición y buen gusto. Estaban rodeados de todas las embajadas a lo largo de la Avenida Bolívar y las calles José Contreras, César Nicolás Penson y Santiago.
Las márgenes del río tenían sus primeros barrios pobres, como Agua Dulce, San Martín de Porres, La Fuente (Guachupita-La Cienaga-Los Guandules), que iniciaban un proceso indetenible de urbanización con los obreros constructores de la Feria de la Paz, que prefirieron, después el final de las obras, quedarse vivir en la capital.
La ciudad intramuros tenía sus barrios tradicionales –en la parte alta con el Polvorín, San Miguel, San Lázaro y San Antón— con pendientes teatrales, como la calle Hostos, empedrada por Moncito Báez López Penha, y la 19 de Marzo.
Del otro lado del río Ozama, Los Mina estaba en proyecto y Villa Duarte-la Francia-Calero eran barrios de marineros. La capital tenía dos puentes, uno al norte, hacia Villa Mella, y el Juan Pablo Duarte, por el que se llegaba a Boca Chica.
Santo Domingo tuvo que sorprender a los 42,000 marinos que desembarcaron, no porque fuera un pueblo sin armas que había vencido un ejército regular en la cabeza del puente, sino, como lo afirma el ex comandante Diego Guerra, hombre de confianza del coronel Caamaño, porque pensaban estar en Vietnam y muchos de ellos, ignoraban que era la segunda vez que EE.UU invadía este pequeño país.
La ciudad era de calles estrechas y familiares, las casas bajitas, multicolores, de madera, vulnerables con su zinc o tejas a la moda en esos años, tenían patios y “parte atrás”. La gente, de costumbres amables, los recibía sin embargo con un odio visceral. Los barrios tuvieron que ser inhóspitos e incómodos de controlar, con su escala inadecuada para el tamaño de esos tanques que parecían casas de dos pisos, como Diego los recuerda. Asustaban, pero eran vulnerables, como también los recuerda Montes Arache. Bastaba un coctel molotov, un chín de gasolina y se inmovilizaban. Quizás sea una explicación a la saña mostrada en esa operación limpieza realizada, después el asalto al puente.
El cordón sanitario dividió la ciudad en dos, aisló los barrios de la zona colonial, lo que permitió una represión muy poco narrada y muertos sin contar y nombres que no se conocerán jamás.
La ciudad sobrevivió como pudo, la mercancía de las Aduanas custodiada con celos se repartió en la zona constitucionalista, pero el país se paralizó. Las actividades comerciales, bancarias y de dirección mermaron. La ciudad demostró ser infuncional e inadecuada para ser el soporte material de las aspiraciones de una nueva clase empresarial que se beneficiaba de las donaciones del gobierno norteamericano (122 millones de dólares ente abril de 1965 y junio de 1966) y que se daba cuenta de la inoperancia de su espacio urbano.
Los bombardeos, los tiros de francotiradores, las granadas de mortero, los tiros de fusil AR 15 desde el edificio de Los Molinos, causaron daños a los edificios de la zona colonial, con todos los servicios destruidos. Terminada la ocupación US, Santo Domingo conocerá la más grande mutación social y urbana de su historia, producto de una visión evidentemente contrainsurgente.
Se despliega un arsenal legal que desvaloriza los inmuebles de la zona colonial (bloqueo de los alquileres) lo que conlleva al abandono total de la zona a poblaciones refugiadas en ella, a la sobre densificación y a su arrabalización progresiva. El azúcar en alza, la cuota preferencial, los préstamos US, permiten la conformación de instituciones financieras que inician un proceso de acumulación a partir del sector inmobiliario y la industria de la construcción: la “ciudad” migra hacia el oeste y con ella esa nueva clase social emergente: la clase media urbana que se beneficia de consumos nuevos, así como los altos funcionarios del Gobierno incluyendo la jerarquía militar.
Después de 1965, las tierras del Estado serán despilfarradas para servir de base a una expansión desmesurada de la ciudad. Los sectores ligados al Poder aprendieron algo de la guerra del 65 y lo ponen en práctica: desconcentran las instituciones, dispersan las actividades industriales y conectan el Oeste con el Este de la ciudad con inmensas avenidas prefigurando lo que sucede hoy, en 2008; se multiplican los puentes sobre el río Ozama, se incentiva todo tipo de consumos: los supermercados sustituyen los colmados tradicionales, el cine se moderniza, la música se diversifica, se abre a nuevos ritmos, los carros, los graffiti, se revoluciona la cultura tradicional, se inician los flujos migratorios hacia los Estados Unidos, aparecen las remesas y la droga. El régimen amplió su base social, reprimió en los barrios e inició la transformación de Santo Domingo, la que tenemos hoy: el puerto se fue hacia Haina y con él, los obreros portuarios y. Borojol, su barrio. Se modificó la cabeza del Puente Duarte, se derribó la Clínica Zaiter. Murió Cambumbo y con él, el famoso cabaret Herminia, de Villa Juana.
Nos quedan los restos de extranjeros valiosos: Jacques Viau, Capocci, André Riviere. Pero si París, después de 1848, tuvo un Haussman, Santo Domingo, después de 1965 tuvo a Joaquín Balaguer para lacerar el espacio urbano con avenidas longitudinales que lo dividen en grandes bandas fácilmente controlables por un ejército. París, sin embargo, tiene con el Muro de los Federados y su Museo de la Revolución una memoria histórica que recuerda que todos sus sacrificios no han sido en vano, a diferencia de Santo Domingo, que no tiene monumento para recordar sus muertos. Le falta el museo de su Revolución de Abril de 1965.