Auschwitz es el agujero negro de la historia del siglo XX. Su densidad humana y metafísica tienden a lo infinito. La infinitud de lo demoníaco, de lo contra-Dios, de la profanación de la palabra y del sentido. Auschwitz es el intento más logrado del hombre por desacralizar y destruir al hombre. Por eso escapa a toda descripción empírica, a toda comprensión humana. En su concentración de energía enloquecida, en su gravitación de mal, lo atrae todo hacia sí, lo devora todo, lo aplasta todo.
Primo Levi fue arrastrado al agujero. Y, contra todo pronóstico, sobrevivió “para contarlo, para dar testimonio”. Su narración es necesaria, porque Auschwitz “ha sucedido, y por consiguiente, puede volver a suceder”. De hecho, había sucedido ya el genocidio armenio, y sucedería después en Camboya y en Ruanda. Levi narró su paso por el infierno en su libro más célebre: Si esto es un hombre (1947). Está escrito no con el tono inflamado del justiciero o de la víctima, sino con la prosa tersa, desnuda, impasible, desgarrada, propia del testigo veraz.
Nacido en Italia, en el seno de una familia judía secularizada, Levi fue arrestado en diciembre de 1943 por la Gestapo, con otros partisanos antifascistas. Se confesó judío, y fue arrojado a un tren abarrotado, camino de Auschwitz. “Y llegó la noche, y fue una noche tal que se sabía que los ojos humanos no habrían podido contemplarla y sobrevivir”. De las cuarenta y cinco personas de su vagón, solo cuatro volverían a ver su hogar. En el penoso viaje se sucedían, entre los desdichados, las patadas, los improperios, los puñetazos. Poco tenían en común, salvo haber sido embarcados “en un viaje hacia la nada, en un viaje hacia allá abajo, hacia el fondo”. Levi señala el propósito deshumanizador del campo: busca “convertirnos en animales”, “anularnos primero como hombres para después matarnos lentamente”. De ahí el número tatuado en la piel, la desnudez impuesta, la violencia gratuita, el hambre perpetua, los alaridos continuos que se infligen a los prisioneros. “No somos más que bestias cansadas”, “gusanos sin alma”. Ahora bien, frente a la dicotomía maniquea entre verdugos y víctimas inocentes, Levi reivindica la “zona gris” en la que se mueven ahí la mayoría de prisioneros. Se impone el egoísmo y la lucha despiada por la vida. Nadie ayuda a nadie. El prisionero, si puede, le roba el pan, la cuchara o los zapatos al vecino. “Todos son aquí enemigos o rivales”. Muchos, incluso, colaboran con el enemigo, para incrementar sus posibilidades de supervivencia: los sonderkommandos de los crematorios, los kapos de los barracones, los prominentes.
Nuestro autor murió en Turín, en 1987, al despeñarse por la escalera de su casa (seguramente, por suicidio). El psiquiatra Viktor Frankl, también interno en Auschwitz, pero abierto a la trascendencia y la esperanza, escribió que el ser humano “siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración”.