Educar desde la integralidad del ser, el gran desafío de los sistemas educativos.
Por Elupina Tirado
Aprender. La experiencia de aprender no es un acto mecánico, sino un proceso profundamente humano que se enraíza en el cerebro y en la manera en que este responde al mundo. Desde la neurociencia y la neuropsicología, sabemos que el aprendizaje florece cuando convergen estados emocionales y cognitivos específicos, capaces de encender la plasticidad cerebral y transformar la información en conocimiento significativo.
La curiosidad no es un sentimiento pasajero; es el motor biológico del descubrimiento, una respuesta neurobiológica que activa los circuitos de recompensa del cerebro.
Al liberar dopamina, prepara la mente para explorar lo desconocido. Cuando una persona transita una experiencia de aprendizaje y siente curiosidad, su cerebro se abre a nuevas conexiones, y el conocimiento deja de ser una carga para convertirse en una vivencia de descubrimiento.
La información por sí sola no garantiza el aprender
Es la atención la que selecciona, organiza y prioriza lo relevante. Las redes frontales y parietales del cerebro, junto con la memoria de trabajo, permiten integrar cada estímulo con experiencias previas, generando aprendizajes profundos y duraderos. Sin atención sostenida, la información se dispersa; con ella, el conocimiento se consolida a través de un proceso de filtro y organización de la experiencia de aprendizaje.
La motivación actúa como la energía que sostiene el esfuerzo. No se aprende con eficacia sin un propósito que inspire. La motivación activa el sistema límbico, liberando neurotransmisores que generan energía, persistencia y resiliencia.
Un estudiante motivado interpreta la dificultad como un reto y asocia el esfuerzo con la recompensa futura. En este sentido, la motivación no es un lujo opcional, sino la fuerza vital que sostiene el viaje de aprender.
Para que el aprendizaje se convierta en una experiencia positiva se requiere del entusiasmo, que activa las regiones cerebrales vinculadas al placer y a la conexión social. Este fortalece tanto la memoria como el vínculo entre quien enseña y quien aprende. La alegría del descubrimiento no es un accesorio: es parte esencial de la arquitectura cerebral que consolida los aprendizajes y los vuelve significativos.
Concebir la educación desde la perspectiva neurocientífica implica reconocer que el aprendizaje se gesta en la interacción entre emoción y cognición. La curiosidad, la atención, la motivación y el entusiasmo no son factores periféricos: son los pilares neurobiológicos que hacen posible aprender de manera efectiva, profunda y transformadora.
Educar, entonces, no puede reducirse a transmitir contenidos: implica crear condiciones emocionales y cognitivas que despierten la mente y el corazón, para que el aprendizaje sea una experiencia integral que forme no solo competencias, sino también seres humanos más plenos, conscientes y conectados.



