Toponimia. Cuando hablamos de los nombres de los lugares —de nuestras montañas, ríos, pueblos y barrios— también estamos hablando de historia, de cultura y de identidad. Esos nombres que decimos a diario sin pensarlo, como “Sabana de la Mar” o “Juan Dolio”, en realidad esconden secretos lingüísticos que conectan nuestro presente con el pasado indígena, africano, europeo y criollo que forma la historia de la República Dominicana.
En una reciente ponencia celebrada durante el Congreso Nacional de Geografía, la lexicógrafa, filóloga y directora del Instituto Guzmán Ariza de Lexicografía, María José Rincón González —también miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua—, fue invitada por el Instituto Geográfico Nacional para compartir una apasionante reflexión sobre la toponimia dominicana, es decir, el estudio de los nombres propios de lugar.
La lengua guarda la memoria
El académico Manuel Matos Moquete escribió que la lengua conserva la memoria de las sociedades. Y es precisamente esa idea la que permite que la geografía y la filología se encuentren en un mismo espacio: ambas disciplinas estudian la huella de lo humano en el territorio.
“los topónimos no son etiquetas congeladas en el tiempo, sino fósiles en ámbar, con vida propia, con memoria geográfica, social e histórica”.
Rincón González reconoce que en nuestro país no se ha valorado suficientemente a la lengua como fuente de investigación histórica. Por eso, celebra que se le haya dado voz a una lexicógrafa en un evento geográfico, como signo de un cambio necesario: unir el estudio de la tierra con el estudio de las palabras que la nombran.
Un país con muchos nombres
Los nombres indígenas como Yaque, Cibao o Haina han sobrevivido siglos de historia, transformaciones culturales y dominaciones coloniales. Esos nombres son testigos de lenguas ya extintas, pero que siguen vivas en el habla popular.
También tenemos topónimos de origen africano, que encierran historias de dolor, esclavitud, resistencia y adaptación. Como señala Rincón González, muchos de ellos han sido poco estudiados, en parte por la complejidad histórica y lingüística que implican. Y, por supuesto, están los topónimos de herencia hispánica y también francesa, fruto de la historia compartida en la isla.
Algunos lugares incluso combinan esos tres orígenes. Un ejemplo que comparte la filóloga es Sabana de Juan Brown: “Sabana” es un término taíno, “Juan” proviene del español, y “Brown” refleja una influencia africana o anglosajona. Este humilde paraje es un testimonio del mestizaje cultural y lingüístico que define a nuestra nación.
El peligro de olvidar
Pero no todo es permanencia. Rincón González advierte sobre el peligro del olvido. La migración del campo a las ciudades ha provocado que muchos de estos nombres desaparezcan del habla diaria. También señala cómo se están transformando topónimos tradicionales para convertirlos en marcas turísticas o comerciales, como ocurre cuando San José de las Matas se convierte en Sajoma, o Punta Cana en Cap Cana. Cambiar un nombre también cambia su historia, su identidad.
¿Y qué hacemos con los topónimos?
El estudio de los topónimos implica tareas urgentes: investigar sus orígenes, proteger su grafía correcta, incluir sus gentilicios en los diccionarios, y sobre todo, educar en el valor que tienen para comprender nuestra historia y nuestra lengua.
Rincón González recuerda que muchos de estos nombres no aparecen en los diccionarios porque son nombres propios, salvo cuando forman parte de expresiones populares. Por ejemplo, el Diccionario del español dominicano recoge la expresión “ir a Higüey sin tortilla”, y gracias a ella, el nombre de Higüey no se pierde en el olvido.
Nombrar es contar una historia
Dar nombre a un lugar es apropiarse de él, afirma la filóloga. Y renombrarlo, transformarlo, también es reescribir la historia. Por eso debemos cuidar nuestros topónimos como parte de nuestra identidad. Como dice Rincón González, “los topónimos son los nombres que nos conectan con quiénes somos”.
En cada rincón de la República Dominicana, hay una palabra que espera ser comprendida, valorada y preservada. Cada Sabana, cada Higüey, cada Guayabal nos recuerda que la lengua, como la tierra, tiene memoria.

