Por Emelinda Padilla Faneytt Dra. Ed.
Pruebas PISA. En abril de 2025, la República Dominicana participó nuevamente en la prueba PISA, una evaluación internacional aplicada por la OCDE que busca medir la capacidad de los estudiantes de 15 años para aplicar sus conocimientos en lectura, matemáticas y ciencias a situaciones de la vida real. Para algunos, esta prueba representa un termómetro de calidad educativa; para otros, una fotografía que muchas veces nos muestra lo que preferiríamos no ver. Pero más allá de los debates técnicos o ideológicos, hay una pregunta esencial que debemos hacernos como sociedad: ¿cómo podemos interpretar los resultados de PISA a la luz de las profundas desigualdades que atraviesan nuestro sistema educativo?
Los resultados de evaluaciones estandarizadas como PISA suelen presentarse en forma de rankings, comparaciones regionales y brechas por género o tipo de escuela. Sin embargo, pocas veces se analizan desde un enfoque de justicia educativa. En países como el nuestro, donde el lugar donde se nace, el centro educativo al que se asiste y la lengua que se habla en casa siguen condicionando las trayectorias escolares, es imprescindible comprender que detrás de cada cifra hay historias de inequidad acumulada.
No se trata de justificar bajos resultados. Se trata de comprenderlos. Si un estudiante dominicano de 15 años obtiene puntajes significativamente más bajos que sus pares de otros países, no necesariamente significa que no “aprendió lo suficiente”. Puede significar que asistió a una escuela donde faltan libros, laboratorios, maestros formados o electricidad constante. Puede significar que ha tenido que combinar sus estudios con trabajo informal, cuidar a sus hermanos o trasladarse grandes distancias para llegar a clase. En contextos como estos, ¿cómo se mide el aprendizaje?
La OCDE misma ha reconocido que el rendimiento académico está estrechamente relacionado con factores socioeconómicos. Pero también ha señalado que algunos países han logrado mitigar ese impacto con políticas efectivas de equidad. Corea del Sur, por ejemplo, ha invertido de forma sostenida en la profesionalización docente y en sistemas de tutorías para estudiantes rezagados. Canadá ha desarrollado políticas de financiamiento diferenciado para las escuelas en contextos vulnerables, así como apoyos específicos para poblaciones indígenas y migrantes. Estonia, por su parte, ha priorizado la educación pública gratuita y de alta calidad en todo el país, reduciendo las diferencias entre zonas urbanas y rurales mediante una fuerte inversión estatal en infraestructura escolar, tecnología y formación continua del profesorado. ¿Y nosotros? ¿Cómo podemos avanzar hacia ahí?
Interpretar los resultados de PISA desde la perspectiva de la equidad nos permite hacer al menos tres cosas fundamentales. Primero, identificar con mayor precisión a quiénes estamos dejando atrás. ¿Son los estudiantes de zonas rurales? ¿Los que asisten a centros públicos sin jornada extendida efectiva? ¿Las niñas de comunidades empobrecidas? Segundo, cuestionar los supuestos detrás de las mediciones internacionales, incluyendo su alineación con los currículos locales y su pertinencia cultural. Y tercero, movilizar voluntades políticas y sociales para transformar esas realidades que limitan las oportunidades de tantos niños y adolescentes.
En este sentido, los resultados de PISA no deberían ser leídos como un castigo, sino como una oportunidad. Una llamada de atención que debe provocar conversaciones urgentes sobre inversión educativa, formación docente, acompañamiento pedagógico, condiciones materiales y, sobre todo, compromiso ético con la infancia.
Es importante destacar que este año, por primera vez, se incluyó en la prueba PISA una evaluación de competencias en inglés y aprendizajes digitales. Esto supone un nuevo reto para nuestros sistemas educativos, que aún luchan por garantizar aprendizajes fundamentales en lengua materna y matemáticas. La brecha digital, que se evidenció con crudeza durante la pandemia, sigue siendo un gran muro para la equidad educativa. ¿Qué sentido tiene evaluar competencias digitales si muchas escuelas no tienen conectividad estable o dispositivos adecuados?
Pero también hay que decirlo con esperanza: la República Dominicana no parte de cero. Contamos con docentes comprometidos, redes comunitarias activas y jóvenes con hambre de aprender. Tenemos experiencias locales de innovación pedagógica, prácticas inclusivas y liderazgo escolar que merecen ser visibilizados y replicados. Lo que necesitamos ahora es voluntad sostenida para que esas buenas prácticas no sean la excepción, sino la norma.
La educación dominicana no será transformada por los resultados de una prueba, sino por lo que decidamos hacer con ellos. Por cómo los interpretemos, cómo los humanicemos, cómo nos indignen sin paralizarnos. Porque más allá de lo que nos diga PISA sobre nuestros estudiantes, lo verdaderamente importante es lo que estemos dispuestos a hacer por ellos.