Educación. En la mitología griega, Homero relató en La Odisea la condena que Sísifo recibió de los dioses: empujar una enorme roca cuesta arriba, solo para verla rodar cuesta abajo una y otra vez. Su castigo era eterno: un esfuerzo infructuoso que nunca alcanzaba su objetivo. Esta imagen, a la vez trágica y elocuente, a mi juicio guarda un inquietante parecido con la realidad del sistema educativo dominicano, especialmente la que hemos visto en los últimos años.
Hemos caído en la trampa del señalamiento mutuo. A simple vista, la mayoría de los actores -docentes, familias, el Ministerio, la ADP, universidades, la cooperación internacional, y hasta los partidos políticos- afirman poseer la solución perfecta para mejorar la calidad educativa. Sin embargo, hay un gran “pero” en esta ecuación: esa supuesta solución casi siempre está supeditada a lo que haga, o deje de hacer, otro actor. Los maestros señalan al Ministerio, las familias a los docentes, el Ministerio, a su vez, al sindicato de maestros, y viceversa, creando un ciclo interminable de recriminaciones.
La cultura del “si el otro no cumple, yo tampoco” perpetúa el estancamiento. Esto hace que, aunque todos estemos luchando por empujar la roca, cuando alguien del engranaje educativo deja de empujar, perdemos el avance que se había logrado hasta el momento, llevándonos a actuar de manera desvinculada y fragmentada.
Es crucial diferenciar entre culpar y asumir la responsabilidad que cada actor debe desempeñar en el ámbito educativo. Los bajos resultados no son fruto de un solo error o grupo, sino de la acumulación de omisiones, muchas veces exacerbadas por una evidente politización del sistema que ha generado una parálisis sistémica. Cada gestión desmonta la anterior, los sindicatos negocian con base en agendas propias y los acuerdos, pactos y planes se quedan en el papel.
Nos enfrentamos a la paradoja de la abundancia de diagnósticos. Tenemos informes, planes y propuestas -como el Pacto Educativo, Agenda 2030, informes de resultados de PISA-, pero la ejecución real es mínima o, peor aún, inconexa. Se habla mucho de “transformar”, pero a la hora de la verdad, la inversión se queda en la superficie o en lo que urge, sin llegar nunca a las raíces de los problemas. Y hablo de “problemas” porque ya hemos visto que no hay una única razón. Por ejemplo, en el caso de los bajos resultados en lectura, ciencias o matemáticas, la culpa no recae exclusivamente en los docentes, en las instituciones formadoras, en el gobierno, en los ministerios, o de las familias. Es un problema de sistema, y este no mejorará con discursos acusatorios, con transformaciones lideradas por agendas partidarias, ni con planes, pactos o acuerdos a los que no se le da continuidad, seguimiento y, fundamentalmente, sin un régimen de consecuencias para quienes no cumplen.
Pasemos de estar en la caverna discutiendo sobre sombras (apariencias) sin salir a ver la realidad del sistema educativo. Necesitamos empujar juntos la roca de la educación, pero esta vez con un compromiso inquebrantable. No podemos permitirnos soltarla ante desacuerdos políticos, cambios de autoridades, resultados desfavorables en pruebas nacionales o internacionales, o la ineficiencia en el seguimiento de acuerdos, pactos y planes. Debemos encontrar puntos de apoyo estables en las laderas, no para abandonar la carga, sino para evaluar nuestro progreso, replicar buenas prácticas, corregir los errores con honestidad y, juntos, perseverar hacia la cima.
La verdadera solución no está en señalar, sino en la convicción de que el cambio empieza con la responsabilidad individual de cada actor, empujando en la misma dirección y con el mismo propósito.
El autor es Director de la Escuela de Educación de la Universidad Pedro Henríquez Ureña.
Fuente: listindiario.com


