Dra. Ed. Emelinda Padilla Faneytt
Pregunta. Muchas veces, al visitar escuelas o conversar con docentes, me encuentro con una escena que se repite: niños y niñas que levantan la mano no para preguntar, sino para dar la respuesta correcta. Como si en el aula solo hubiese lugar para acertar, y no para dudar. Pero pensar, pensar de verdad, es un derecho. Y ese derecho comienza cuando se nos permite preguntar, explorar, equivocarnos, buscar sentido. Educar no debería ser un proceso para silenciar las preguntas, sino para multiplicarlas.
Las grandes transformaciones humanas han nacido de preguntas incómodas: ¿por qué no? ¿qué pasaría si…? ¿tiene que ser así? Sin embargo, muchas veces desde los primeros años escolares se desalienta esta actitud curiosa. La escuela, en lugar de ser una incubadora de preguntas, termina convertida en un espacio que premia solo las respuestas correctas. Se privilegia la certeza por encima de la exploración, el acierto sobre el proceso.
En este contexto, es urgente recuperar el valor pedagógico de la pregunta. No solo como una técnica del docente, sino como una herramienta de pensamiento para los y las estudiantes. Porque una persona que pregunta con sentido, que se atreve a dudar, que quiere comprender, está en proceso de aprender. Enseñar a preguntar es formar ciudadanos críticos, creativos y comprometidos.
¿Cómo se enseña a preguntar? La respuesta no está en fórmulas mágicas, sino en prácticas cotidianas: generar espacios donde no haya miedo al error, permitir que el asombro tenga lugar, legitimar el “no sé” como punto de partida. Preguntar no es señal de ignorancia, sino de interés, de conexión con el mundo y con uno mismo.
Un niño que pregunta es un niño que piensa. Y ese pensamiento debe ser acompañado, nutrido, guiado, pero nunca silenciado. La maestra o el maestro que responde con una contra-pregunta, que no se apresura a dar la solución, sino que camina junto al estudiante en la búsqueda, está sembrando pensamiento profundo. Está educando más allá de los contenidos: está formando una actitud.
Esto no significa renunciar al conocimiento. Por el contrario, se trata de darle sentido. De enseñar no solo qué pensar, sino cómo pensar. De invitar a leer el mundo antes que repetirlo. La escuela puede ser un lugar donde no se teme dudar, donde se entrena el juicio propio, donde se cultiva la curiosidad como motor del aprendizaje.
Educar para la pregunta es también una forma de justicia. Porque cuando los niños aprenden a formular preguntas relevantes, a sostener argumentos, a escuchar otros puntos de vista, están construyendo herramientas para defender sus derechos, participar en su comunidad y transformar su realidad. No es poca cosa.
En la República Dominicana, necesitamos con urgencia una escuela que enseñe a pensar. Que no se conforme con la repetición de respuestas estandarizadas, sino que se atreva a acompañar procesos de pensamiento genuino. Esto implica una transformación profunda de nuestras prácticas docentes, de nuestros libros de texto, de nuestra forma de evaluar.
El pensamiento no se mide en una prueba de opción múltiple. El pensamiento se evidencia en la capacidad de argumentar, de explicar, de relacionar ideas, de imaginar alternativas. Y todo eso comienza con una buena pregunta.
No se trata de convertir cada clase en una interrogación sin fin, pero sí de cultivar una cultura del diálogo, de la indagación, del por qué. Necesitamos enseñar con preguntas y para las preguntas. Hacer del aula un laboratorio de pensamiento, donde no se castigue la duda, sino que se abrace como camino al conocimiento.
Acompañar a niños, niñas y adolescentes en este proceso requiere valentía pedagógica. Porque implica ceder el control absoluto de la clase, reconocer que también los docentes tenemos mucho que aprender y permitir que el aprendizaje se construya colectivamente.
Como decía Paulo Freire, “la educación verdadera no se impone, se propone”. Y toda propuesta significativa comienza con una buena pregunta.
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