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Ciudadanía en voz alta: educar más allá del aula y del currículo

Dra. Ed. Emelinda Padilla Faneytt

En días recientes, el Ministerio de Educación anunció la incorporación de una nueva asignatura de Educación Moral y Cívica al currículo escolar. La medida ha despertado interés y expectativas en distintos sectores, y no es para menos. En un contexto de creciente fragmentación social, individualismo extremo y deterioro de la convivencia democrática, recuperar la función formadora de la escuela en valores, ética y ciudadanía es una apuesta oportuna y urgente. Sin embargo, no es la primera vez que se intenta. Por eso, mirar hacia atrás con sentido crítico puede ayudarnos a no repetir los mismos errores.

Un ejemplo de esos esfuerzos es la asignatura de Formación Integral, Humana y Religiosa, creada hace una década con la intención de llenar el vacío de formación en valores. Aunque su objetivo era valioso y pertinente, diversos diagnósticos coinciden en que no logró los impactos esperados. En la práctica, ha enfrentado dificultades en su implementación, falta de docentes especializados, escaso seguimiento y una desconexión entre sus contenidos y la vida real de estudiantes y comunidades. Más que señalar fracasos, esto nos invita a revisar críticamente lo que ya se ha hecho, identificar las lecciones aprendidas y proponer caminos nuevos, más participativos y más anclados en la realidad nacional.

Lo que está en juego no es solo una materia más dentro de un currículo sobrecargado. Lo que se está discutiendo es el lugar que le damos a la educación ética y moral, tanto personal como colectiva, dentro del proyecto de país que queremos construir. Especialistas nacionales han advertido que el aprendizaje de valores no puede seguir dependiendo de clases aisladas, impartidas de forma teórica y desconectadas de la cotidianidad del alumnado. En lugar de eso, se requiere un enfoque transversal, práctico y comunitario que impregne toda la vida escolar.

La ética, la honestidad, la responsabilidad, el respeto mutuo, el amor al prójimo, la solidaridad y el compromiso con el bien común no se enseñan de forma efectiva con libros o discursos. Se enseñan viviéndolos. Se logran creando experiencias compartidas, donde los valores no sean conceptos, sino prácticas reales. Por eso, no basta con una nueva asignatura. Se necesita un sistema educativo que asuma la formación moral y ciudadana como un eje articulador de su misión, no como un añadido episódico o conmemorativo.

Las investigaciones y experiencias compartidas por especialistas nacionales apuntan a la necesidad de un cambio de paradigma. Una de las propuestas más lúcidas es la de movilizar al sistema educativo como una red viva de acción ética y ciudadana. Esto implicaría convertir cada efeméride, cada proyecto escolar, cada espacio comunitario, en una oportunidad para sembrar conciencia cívica y cultivar virtudes personales. Por ejemplo, se plantea que durante el Mes de la Patria no solo se hable de los símbolos y próceres, sino que se involucre a estudiantes, docentes y familias en la elaboración de banderas, carteles con valores, exposiciones comunitarias y acciones colectivas que resignifiquen la memoria histórica y fortalezcan el sentido de pertenencia.

Esta movilización no requiere grandes inversiones. Lo que exige es creatividad, liderazgo pedagógico y participación auténtica. Imaginemos que cada escuela, cada año, escogiera una causa local —el respeto al medioambiente, la cortesía en los espacios públicos, el rescate de espacios comunitarios, la mejora de la convivencia escolar— y la trabajara de forma colectiva. Que la evaluación de la educación cívica y ética no se hiciera con pruebas escritas, sino midiendo el impacto de estas acciones, los niveles de implicación, y la transformación real en la cultura escolar.

Claro está, estas transformaciones requieren coherencia institucional. No podemos exigir una educación moral en la escuela si desde otras esferas del Estado se siguen reproduciendo prácticas corruptas, clientelistas o autoritarias. Tampoco podemos pedirle al sistema preuniversitario lo que el universitario no forma. La ausencia de programas sólidos de formación docente en ética, civismo y valores ciudadanos es una deuda grave. No se trata solo de capacitar maestros, sino de formar líderes pedagógicos capaces de construir cultura ética en cada aula.

La moral y la ciudadanía no se memorizan, se ejercen. Y para ejercerlas, hay que crear condiciones: diálogo, participación, responsabilidad compartida y coherencia institucional. En una época en que la democracia se debilita por el desencanto ciudadano y la ética parece relegada a lo privado, educar para la vida justa, honesta y solidaria es una urgencia. Pero no cualquier educación, sino una que enseñe a vivir juntos, a pensar con criterio, a actuar con integridad, a construir lo común.

El país que los niños sueñan —y que han expresado con claridad en recientes consultas públicas— no puede seguir aplazándose. Es tiempo de escucharlos y actuar. De construir una escuela donde la moral, la ética y la ciudadanía no sean temas de una hora a la semana, sino un modo de vivir, sentir, decidir y convivir todos los días.

Porque si no formamos personas íntegras desde las aulas, no habrá leyes, campañas ni discursos que nos salven como sociedad. La ética debe caminar en voz alta. Y la escuela, ser su primer camino.

Elizahenna Del Jesús
Elizahenna Del Jesús
Coordinadora Editorial en Plan LEA, Listín Diario, graduada Magna Cum Laude de la Licenciatura en Letras Puras en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD)

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