La larga lucha entre los otomanos y el Imperio bizantino concluyó el 29 de mayo de 1453, cuando Constantinopla fue conquistada por las tropas de Mehmed II al término de uno de los mayores asedios de la historia. El hecho marcó el fin de la Edad Media y produjo una gran conmoción en la cristiandad. En cierto modo, cabría decir que la caída de Constantinopla causó en su tiempo un impacto comparable al que los hechos del 11-S de 2001 han tenido en nuestra época.
En la primavera de 1453, un enorme ejército otomano convergió sobre los muros de la ciudad cristiana de Constantinopla para asestar el golpe de gracia al moribundo Imperio bizantino.
Desde hacía más de un siglo, los otomanos, un pueblo turco originario de Asia central, habían avanzado firmemente, arrebatando territorio, mano de obra y recursos a los bizantinos grecoparlantes, hasta que lo único que quedó de Bizancio fue la propia Constantinopla, su capital. Ahora, el sultán Mehmed II pretendía conquistar la ciudad para el Islam. Tras las murallas esperaba Constantino XI, que se había pasado la vida resistiendo a los otomanos y estaba decidido a combatir hasta el fin.
El emperador bizantino se enfrentaba a un ejército compuesto por un mínimo de cien mil hombres. En comparación, las fuerzas bizantinas eran escasas —unas fuerzas mixtas de 8.000 soldados entre griegos, venecianos y genoveses, más algunos de Aragón y Castilla—, y la defensa organizada por el soberano se veía menoscabada por las disputas religiosas históricas entre la población griega ortodoxa y los católicos fieles al papa.
Las murallas más poderosas
La principal baza de Constantino era la propia ciudad. Con forma aproximada de triángulo y un perímetro de diecinueve kilómetros, dos de sus lados estaban rodeados por agua y el tercero, de seis kilómetros de longitud, estaba protegido por las fortificaciones más formidables del mundo medieval. La muralla de Teodosio se alzaba desde el siglo V y estaba compuesta por cinco estratos defensivos: una doble muralla con 192 torres, un foso y dos zonas expuestas que el enemigo debía cruzar bajo un fuego intenso.

En sus 1.100 años de historia, la ciudad había vivido veintiséis asedios, y ningún atacante había logrado superar aquellas murallas; en 1204, los cruzados conquistaron Constantinopla asaltando las murallas marítimas, no las teodosianas. Además, Constantino estaba encantado porque un genovés especialista en asedios, Giovanni Giustiniani, había llegado para dirigir las operaciones defensivas.
Las murallas teodosianas de Constantinopla habían resistido hasta 26 asedios durante más de un milenio. Tan solo una vez, en 1204, los cruzados la conquistaron atravesando sus fortificaciones marítimas, no terrestres.
Desde las murallas, los defensores de la ciudad veían el campamento otomano a sus pies, extendiéndose de costa a costa; un espectáculo imponente de millares de hombres, tiendas, animales y provisiones. Lo más alarmante era que el enemigo había desplazado un número de cañones sin precedentes. Mehmed había reunido 70 de ellos, incluido un supercañón enorme, bautizado como Basílica, que fue transportado desde la ciudad de Edirne, a 225 kilómetros de distancia, y que estaba diseñado tanto para bombardear las murallas como para aterrorizar a la población. El 12 de abril, los cañones comenzaron a tronar. La guerra había empezado.
El castigo de la artillería
El efecto de los bombardeos fue devastador. Las murallas que habían resistido siglos de ataques empezaron a desmoronarse. Para los defensores, los efectos psicológicos del bombardeo fueron tan graves como sus daños materiales. El ruido y la vibración de las baterías de cañones, las nubes de humo y los demoledores impactos en las murallas consternaban a los más curtidos defensores. La población civil lo consideró una señal del Apocalipsis y corrió a rezar a las iglesias. De repente, parecía que las grandes murallas que habían defendido la ciudad durante un millar de años habían quedado obsoletas.
El bombardeo se prolongó durante días. Sin embargo, tras la conmoción inicial, los defensores recobraron el ánimo y Giustiniani improvisó una solución ingeniosa frente al poder destructivo de los cañones.
Ayudado por el pueblo, construyó barreras improvisadas con piedras, matorrales y mucha tierra, culminadas con barriles llenos de más tierra para las almenas. Los terraplenes resultantes neutralizaban asombrosamente bien el impacto de los proyectiles de piedra, que eran amortiguados por la tierra, como cuando se lanzan piedras contra el barro. Pequeños grupos de asalto actuaban de noche, retirando los cascotes caídos para evitar que los otomanos construyeran un puente. Cuando éstos lanzaban algún ataque sorpresa, eran acribillados con arcos, ballestas y armas de mano primitivas.
Mehmed necesitaba actuar con rapidez. No podía mantener a su gran ejército indefinidamente ante las murallas. Sus tropas no habían llegado allí impulsadas sólo por el espíritu del yihad, sino también con la intención de saquear una ciudad considerada inmensamente rica. Las esperanzas de Constantino XI se concentraban en la llegada de una flota de apoyo desde Italia. Sin embargo, lo que el 12 de abril contemplaron los defensores de la ciudad fue una imponente flota otomana recién construida y enviada para bloquear las vías marítimas de suministro de la capital bizantina.
Los hombres del sultán esperaban saquear una ciudad que creían inmensamente rica y a medida que pasaban los días sin que se desencadenara el asalto su frustración y su impaciencia se volvía contra Memed II.
Pero, a principios de mayo, los ánimos en el campamento otomano también estaban decayendo. Existían disensiones entre sus mandos sobre cómo proceder y la tropa se estaba impacientando. El sultán decidió hacer una oferta de paz: la población de Constantinopla podía pagar un gran tributo o marcharse donde quisiera. Constantino sentía el peso de la historia cristiana de la ciudad sobre sus hombros y probablemente pensó que ya era demasiado tarde para una rendición pactada, que tanta sangre derramada imposibilitaba una salida pacífica y que Mehmed no era de fiar. La respuesta de Constantino fue rotunda: «No está en mi mano, ni en la de ningún ciudadano, entregar la ciudad. Todos preferimos morir a que se nos perdone la vida».
El asalto final
Quedaba claro que aquella batalla iba a librarse a muerte y que el asedio se aproximaba a un punto crítico. La atmósfera en ambos bandos era febril. La población de Constantinopla estaba alarmada porque una vieja profecía decía que la ciudad jamás podría ser tomada con luna creciente; por eso, la noche del 24 de mayo, cuando la luna empezó a menguar, el miedo se apoderó de la gente.
Los que contemplaban la luna aquella noche quedaron perplejos porque sólo tenía una parte visible, consecuencia de un eclipse parcial, lo que interpretaron como un terrible presagio, lo que supuso un duro revés para los esfuerzos de Constantino por mantener la moral de los sitiados. Al día siguiente ordenó sacar en procesión el icono más sagrado de la Virgen que había en la ciudad, para levantar los ánimos. Sin embargo, las cosas empeoraron. Una violenta tempestad sorprendió a quienes participaban en el ritual, y el icono resbaló de hombros de los porteadores y cayó al fango, lo que terminó con la procesión.
Una vieja profecía aseguraba que Constantinopla no podría ser tomada durante la luna creciente, así que el pánico se extendió entre los cristianos al observar, la noche del 24 de mayo, un eclipse parcial de luna.
La mañana siguiente se vieron extraños efectos de luz alrededor de la cúpula central de Santa Sofía. Los aterrorizados habitantes creyeron que Dios había abandonado definitivamente su ciudad. Una delegación visitó al emperador para suplicarle que huyera y que organizase la resistencia desde Grecia. Constantino volvió a negarse.
El 27 de mayo, Mehmed se preparó para el asalto definitivo, mentalizando a sus hombres para una batalla a vida o muerte. Durante tres noches seguidas ordenó que encendieran hogueras a lo largo de la línea del frente. Desde las murallas, los defensores podían ver un anillo de llamas ante el campamento enemigo, mientras oían rítmicos cantos. Los cristianos colocaron sus iconos en las murallas para elevar su moral y rogar protección divina. La tarde del 28 de mayo, todos se congregaron en Santa Sofía por última vez, en una demostración de unidad que por fin concilió a ortodoxos y católicos. Todos se abrazaron y regresaron a sus puestos. Constantino y Giustiniani colocaron a sus tropas entre la muralla interior y la exterior, y cerraron las puertas de la ciudad. No podían retroceder. Gran parte de la población civil se reunió en la vasta iglesia de Santa Sofía para rezar.
Antes del amanecer del 29 de mayo, entre el ruido de tambores, cuernos y campanadas, los otomanos empezaron a lanzar constantes ataques en oleadas. Todos caían al pie de las murallas. Los defensores se mantuvieron firmes durante horas, pero el peso del número empezaba a decantar la balanza.
Un desenlace trágico
Fue la mala suerte lo que al final resquebrajó la defensa cristiana. Tras días combatiendo, Giustiniani resultó gravemente herido y, viendo que no podía seguir luchando, pidió a Constantino permiso para retirarse. El emperador aceptó a regañadientes. Cuando los soldados vieron que su gran comandante abandonaba la batalla, su moral se derrumbó. Todos echaron a correr hacia las puertas de la ciudad y los otomanos pudieron atravesar las murallas y asaltar las calles, asesinando y saqueando. Abrieron las puertas de Santa Sofía a la fuerza y todos los que estaban en su interior fueron esclavizados. Mehmed hizo una entrada triunfal en la ciudad. Constantino debió de caer en combate; su cuerpo jamás fue encontrado.
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