Puerto de Palos
El primer viaje de Cristóbal Colón por el Atlántico rumbo al oeste, zarpó el 3 de agosto de 1492 desde el puerto de Palos. Los preparativos habían sido arduos y habían tomado mucho tiempo. Conseguir las embarcaciones y la tripulación resultó muy difícil, pues Colón era un desconocido para la gente de mar de la zona.
De las tres naves que harían el viaje, dos fueron entregadas a Colón en Palos, en virtud de un castigo que pesaba sobre el puerto y que, por Real Provisión, obligaba a sus autoridades a cederlas. La tercera, en tanto, fue arrendada a Juan de la Cosa con fondos adquiridos de prestamistas. Así, Colón pudo contar con dos carabelas, la Pinta y la Niña, y una nao de mayor tonelaje, la Santa María. La pequeñez de esta expedición queda de manifiesto, si consideramos que para escoltar a la infanta doña Juana (hija de los Reyes Católicos) en su viaje matrimonial a los Países Bajos, la corona fletó 130 buques con 25 mil soldados a bordo.
Por intermedio de los frailes de La Rábida, el Almirante conoció a los prestigiados marinos del clan Pinzón de Palos y a los Niño de Moguer. Éstos resultaron decisivos a la hora de reunir a los noventa hombres que se requerían para tripular los barcos y el avituallamiento necesario para tan larga expedición. “En la tarde del 2 de agosto embarcaron las tripulaciones. Al día siguiente, bien temprano, comulgó Colón y se embarcó en seguida. En el nombre de Jesús dio orden de levar anclas y largar los aparejos. Faltaba media hora para la salida del sol, y los gallos de Palos no cantaban aún”. (Björn Landström)
Islas Canarias
El 9 de agosto de 1492, la flotilla al mando de Colón llegó al archipiélago de las Canarias. La detención fue más larga de lo previsto por el Almirante, ya que en el trayecto desde Palos a la Pinta se le había averiado el timón y la Niña no navegaba a la velocidad necesaria, debido a un velamen poco apropiado. Hubo que dotar a la Pinta de un nuevo timón y calafatear su casco, mientras a la Niña se le colocó un aparejo redondo de velas cuadradas (en remplazo de las velas latinas) y se le agregó un mástil. También se cargaron víveres frescos, leña y agua.
Toda la operación tardó casi un mes. Por fin, el sábado 8 de septiembre los barcos zarparon hacia lo desconocido. A partir de este día, Colón comenzó a dar cuenta de su periplo en un diario, legado a la posteridad gracias a la transcripción que hiciera posteriormente el padre fray Bartolomé de Las Casas. Respecto a este día dice así: “Tres horas de noche, sábado, comenzó a ventar Nor-deste, y tomó su vía y camino al oeste; tuvo mucha mar por proa, que le estorbaba el camino y andaría aquel día nueve leguas [aproximadamente 50 kilómetros], con su noche”. El viaje de localización había comenzado.
Un día a bordo de la Santa María
Mar Océana, 1492, a bordo de la Santa María- Hemos accedido al diario de viaje de un tripulante de la Santa María.
Al son de cantinelas de este estilo comienza nuestra rutina diaria en la nave capitana a la que llamamos “La Gallega”. Después de las primeras oraciones, antes del alba, las cubiertas ya están bien fregadas con agua salada y duras escobas. Comienza el ajetreo de maniobrar las velas para aprovechar del mejor modo los vientos, que a veces son esquivos. Nuestras conversaciones se hacen en una jerga náutica que se aplica a todo, y es para iniciados. Con “saca la cebadera” se pide una caja de conservas, “pon la mesana” es la orden para comer que da un oficial; “daca el pañol” para pedir una servilleta.
La gran fuente de diversión son los “jardines”. Sentados en los asientos perforados colocados a proa y a popa, los simples marineros, los oficiales y el mismísimo Almirante, rendimos a diario nuestro homenaje a los cielos y a los vientos, recibiendo muchas veces el frío azote de una ola en partes muy sensibles de nuestra anatomía. En los “jardines” toda majestad se pierde. Allí somos todos iguales.
A las once de la mañana, se sirve la única comida caliente del día: un plato de anchoas o sardinas o un guiso de garbanzos o lentejas y a veces carne salada y galleta marinera.
Con buen tiempo, después de haber limpiado y pulido todo, quien no está de guardia, conversa con sus compañeros, pesca, o trata de lavar su ropa con agua salada. Al caer la noche somos llamados para las oraciones. Allí entonamos, mal que bien, el “Salve Regina”. Se apaga el fogón y comienzan las guardias de la noche. El silencio se apodera de la nave. De tanto en tanto, se quiebra con los llamados del grumete de guardia: “…Ah de proa, alerta, buena guardia!”. Mañana será lo mismo.
En medio del Atlántico
Llevaban poco más de un mes en alta mar sin divisar tierra en ninguna parte. El miércoles 10 de octubre, el descontento aumentaba entre la tripulación. La preocupación por el regreso crecía, sobre todo al no haber vientos que permitieran volver a España. En la Santa María se sucedían las peticiones a Colón para dar la vuelta. Ante su impavidez, las peticiones se transformaron en amenazas. Tuvo que intervenir Martín Alonso Pinzón, quien logró calmar los ánimos con la promesa de regresar si no se hallaba tierra en el corto plazo. Pero en realidad, sólo Colón sabía cuán lejos estaban de casa y que el retorno era difícil.
Es más, el Almirante llevaba dos registros de las distancias recorridas día a día. Este día 10, por ejemplo, Colón comunicó a sus hombres que habían navegado 44 leguas [unos 245 kilómetros], cuando en realidad el trayecto de ese día habían sido 59 leguas [casi 329 kilómetros], la mayor distancia recorrida en un día de navegación durante toda la travesía. El objeto de esta doble cuenta era no asustar en demasía a la tripulación, táctica que estuvo a punto de fracasar aquel 10 de octubre. En un clima tenso prosiguió el viaje.
Isla de Guanahaní (San Salvador)
En la noche del 11 de octubre de 1492, la desesperación de los marinos españoles se transformó en esperanza. Tierra! Tierra!, gritaba sin cesar un hombre apostado en la cofa del palo mayor. Todos corrieron a cubierta a mirar hacia el horizonte y contemplaron la silueta de una tierra baja y verde. Por la mañana del 12 de octubre, Colón, ataviado con sus mejores ropas y portando el estandarte real, encabezó la comitiva que se acercó a la orilla de una playa de arenas blancas. Era la isla de Guanahaní, bautizada inmediatamente como San Salvador por parte de los recién llegados.
Sorprendidos, los habitantes de aquella isla, pertenecientes a la cultura de los taínos, observaban el acercamiento del bote que transportaba a los extraños seres que para ellos eran los españoles. Al desembarcar, Colón y los taínos intercambiaron gestos y objetos. Fue un primer encuentro pacífico y amistoso, tal como consta en el diario del Almirante. Pero lamentablemente, esta situación no se prolongaría por mucho tiempo.
Isla La Española
Tras recorrer algunas islas del archipiélago de las Bahamas, Colón y sus hombres arribaron a la actual Haití, isla que bautizaron con el nombre de La Española. Allí fueron amablemente recibidos por Guacanagarí, el cacique de la zona, y encontraron pequeñas cantidades del ansiado oro. El día 23 de diciembre la Santa María y la Niña se encontraban recorriendo la costa norte de la isla. De repente se sintió un remezón en la nave capitana y ésta comenzó a balancearse peligrosamente. Había encallado en un arrecife y no hubo forma de salvarla. El agua inundó el casco y la Santa María se tuvo que dar por perdida.
¡Singular día de Navidad! Se lo pasaron descargando la Santa María con la ayuda de la gente de Guacanagarí. De tiempo en tiempo, el cacique enviaba a uno de sus parientes para consolar al Almirante. Pero a los europeos más que la simpatía de los indígenas les confortó el oro que se encontraba cada vez más. Colón se convenció bien pronto de que el naufragio de la Santa María era una señal de la Providencia, que quería hacerle fundar un establecimiento cerca del oro de Cipango. Los hombres que el dejara allí recogerían oro bastante para que los Reyes Católicos liberasen el Santo Sepulcro antes de tres años! Así fue como fundó la Navidad, primer establecimiento español del Nuevo Mundo”. (Charles Verlinden y Florentino Pérez-Embid)
De regreso en el océano Atlántico
En el mes de enero de 1493 la Pinta y la Niña levaron anclas y enfilaron rumbo a Europa. Pero las peripecias de este primer viaje colombino aún no terminarían. El jueves 14 de febrero, cuando faltaba poco para llegar a las Azores, una violenta tormenta hizo que las dos carabelas perdieran el contacto. La Pinta, comandada por Martín Alonso Pinzón, se alejó para siempre y Colón nunca más volvería a ver a quien había sido su mano derecha. Pinzón, en vez de intentar reunirse con el Almirante en las Azores, continuó su periplo por el océano, movido por la ambición de llegar primero a España con las noticias de su descubrimiento. Sin embargo, el destino quiso otra cosa. Pinzón arribó al puerto de Bayona (Galicia) y luego se dirigió a Palos, adelantándose a Colón. A pesar de ello, la corte real le negó una audiencia y, a los pocos días, Pinzón falleció a causa de una desconocida enfermedad.
La Niña, mientras tanto, salvó con muchas dificultades la tormenta. Colón incluso llegó a temer lo peor y lanzó un pergamino con el relato de su viaje al mar, con la esperanza de que quien lo hallase, lo hiciera llegar a los reyes. Por fortuna, el reducido grupo pudo continuar su viaje hacia las Azores, donde repusieron sus fuerzas.
Barcelona
Después de haber arribado a la península (marzo de 1493), Colón fue a descansar dos semanas a la Rábida. Allí esperó su audiencia en la corte. El relato de Björn Landström, sobre el recibimiento de Colón por parte de los Reyes Católicos en Barcelona, es muy ilustrativo respecto a lo que sucedió: “Se engalanó la ciudad como para una fiesta, y cuando el Almirante y su séquito llegaron a las afueras, lo recibieron altos cortesanos. Al penetrar en el salón del trono se levantaron los soberanos, y cuando Colón quiso arrodillarse y besarles la mano, le hicieron que se levantara y sentara en una silla cerca de ellos. Colón fue el único al que se le permitió permanecer sentado en su presencia.
Entonces les hizo el relato del viaje y de las islas con su fresca vegetación y sus habitantes desnudos… Les presentó a los indios casi desnudos, quienes rezaron el Ave María y se santiguaron. Sus hombres traían jaulas con cacatúas, grandes ratas indias y pequeños perros que no podían ladrar. Abrieron barriles con extraños pescados en salazón y arcas con algodón, áloe, especias y pieles de grandes iguanas. Les mostraron arcos, flechas y porras, y el Almirante les habló de los caribes devoradores de carne humana o caníbales, y de las sirenas frente a Monte Christi, pero aseguró que no había visto ninguno de los monstruos que los cosmógrafos creían existentes en las islas al fin de la tierra. Luego les mostró el oro: coronas de oro, grandes máscaras decoradas con oro, ornamentos de oro batido, pepitas de oro, polvo de oro. Los soberanos se arrodillaron, y con ellos todos los presentes, dando gracias a Dios que había puesto estas cosas en sus manos. El coro cantó un Te Deum, y las crónicas dicen que todos los ojos se llenaron con lágrimas de indescriptible alegría”.
Colón vivió su momento de mayor esplendor y gozó durante este tiempo de todo el favor real. Los reyes se mostraban contentos con su hazaña, alegría que aumentó tras la dictación de las bulas de donación por parte del papa Alejandro VI.
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