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Doña Melba Guzmán, la maestra que nació para enseñar

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Elizahenna Del Jesús

Una sonrisa cálida y una mirada que parece guardar mil historias. Así es como te recibe Doña Melba, una maestra de pies a cabeza. Sentarse a conversar con ella es como abrir un libro lleno de sabiduría y anécdotas fascinantes. Su voz, suave pero firme, te transporta a esas aulas donde tantas vidas tocó. La forma en que escucha atentamente, la paciencia con la que explica, y ese brillo especial en sus ojos cuando habla de aprendizaje, todo en ella susurra “maestra”. Doña Melba no solo enseña con palabras, sino con cada movimiento, con cada historia contada entre risas, como si cada momento fuera una lección esperando ser compartida.

“Fue como por carambola que comencé a estudiar”, confiesa Melba con una risa que ilumina la habitación. Pero esa carambola del destino la llevó a descubrir su verdadera pasión. Corría el año 1954 cuando llegó a la Escuela Emilio Prudhomme en Santiago. Allí, entre paredes que olían a tiza y esperanza, Melba no solo aprendió a ser maestra, sino a convertirse en una guía inspiradora para generaciones de estudiantes. En esas aulas, descubrió que su vocación iba más allá de impartir conocimientos; se trataba de moldear futuros y encender la chispa del aprendizaje en cada uno de sus alumnos.

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Las anécdotas fluyen como un río de recuerdos. Habla de Doña Luz Mendoza de Tejada, la directora que le enseñó desde cómo sentarse a la mesa hasta cómo portar el uniforme con orgullo. “Nos daban hasta clases de música”, recuerda con nostalgia. “El famoso profesor Julio César Curiel nos enseñaba a apreciar las notas y los ritmos”.

Pero la vida de Melba como maestra es donde su rostro se ilumina más. Comenzó con los pequeñitos de segundo y cuarto grado. “Esos muchachitos me querían mucho”, dice con un brillo en los ojos que habla de amor mutuo. Luego, el destino la llevó a enseñar matemáticas a los mayores. “Yo era loca con esas divisiones y quebrados”, confiesa entre risas.

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Su método para enseñar las tablas de multiplicar era legendario. “Duraba más de un mes dándolas”, recuerda. “Pero es que para multiplicar y dividir, se necesita la base”. Esa dedicación, esa paciencia infinita, es lo que hacía que sus alumnos la adoraran.

Y cuando la vida le puso el reto de enseñar inglés, Melba lo enfrentó con el mismo entusiasmo. “Les dije a mis alumnos: aprovechen, porque aunque no les guste, por necesidad el inglés es casi universal”. Su pasión por aprender y enseñar era contagiosa.

Pero quizás lo más conmovedor de Melba es cómo mantiene viva la llama de la amistad con sus compañeras de estudio. En 1954, Melba se graduó junto a casi doscientas mujeres que, como ella, abrazaron la vocación de educar. A pesar del paso del tiempo, estas conexiones siguen siendo fuertes.

“Cuando no nos vemos, es por teléfono”, dice Melba con una sonrisa cálida, revelando cómo mantienen el contacto. Sus ojos brillan al recordar la reunión para celebrar sus 50 años de graduadas. “Nos juntamos como 20, después de tanto tiempo”, cuenta emocionada. Es un testimonio de lazos inquebrantables forjados en las aulas de la Escuela Normal.

Entre esas casi doscientas mujeres, algunas llegaron a ser directoras de escuelas, cada una dejando su huella en la educación dominicana. Melba habla de sus compañeras con un orgullo palpable, como si cada logro de ellas fuera también suyo. Esta red de apoyo y amistad, que ha perdurado por décadas, es un reflejo del espíritu de solidaridad y dedicación que caracterizó a esa generación de educadoras.

Doña Melba es más que una maestra; es un testimonio vivo de que la educación es un acto de amor. Conversar con ella es un recordatorio de que los mejores maestros son aquellos que dejan huella no solo en la mente, sino en el corazón.

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