La necesidad de que se definan y se desarrollen políticas públicas para el acompañamiento y cuidado de las personas envejecientes es un hecho indiscutible y una necesidad perentoria.
El fenómeno tiene despabilado a economistas y políticos, que no saben qué hacer frente a este fenómeno, sobre todo por los costos que ello supone y que ponen en un primer lugar. Sin desconocer su importancia, pero admitiendo que la realidad no es otra, es lógico y necesario encaminar algunas reflexiones que contribuyan a la búsqueda de soluciones alternativas tanto en el plano personal como institucional y, por supuesto, de las políticas públicas.
El envejecimiento no es una enfermedad en sí misma, es una etapa de la vida donde se ponen de manifiesto, por una parte, las consecuencias de nuestros estilos de vida en las etapas anteriores, por otro lado, donde el desgaste natural del cuerpo requiere de atenciones particulares que los sistemas de salud, en sentido general, no colocan en sus prioridades, además de las múltiples connotaciones negativas que prevalecen sobre la misma, haciendo de ella, una carga y pesar para las familias y la sociedad. En una entrega anterior decíamos:
“La sociedad “nos jubila”, no con las perspectivas de disfrutar la vida más plenamente una vez cumplida “la función social desempeñada”, como tampoco, con las seguridades necesarias para la alimentación y la salud, sino que se nos aísla y destierra al submundo de la soledad”.
La pregunta sigue vigente entonces: ¿Cómo situarnos en el umbral del fin de nuestra existencia y cómo construir una vejez plena de sentidos y cargada de significados? No tenemos la fuerza de los años 40, ni 30 y, mucho menos, de los 20, pero sí la sabiduría de haberlos vivido de una u otra manera.
En este contexto resulta interesante lo planteado por Arthur Schopenhauer en su libro El arte de envejecer:
“Si el carácter de la primera mitad de la vida viene determinado por el anhelo insatisfecho de la felicidad, de igual modo el carácter de la segunda mitad viene determinado por la preocupación ante la infelicidad. En la primera prevalecen ilusiones, sueños y quimeras; en la segunda, el desencanto, en el cual se destaca la vanidad de todos. En la juventud predomina la opinión, en la vejez el pensamiento: de ahí que aquélla sea el tiempo de la poesía y ésta más bien de la filosofía. En la primera hay más concepción, en la segunda más juicio, penetración y fundamento”.[1]
Desde la sociología gerontológica se definen tres tipos de aproximaciones al concepto de envejecer: 1) como vejez cronológica, donde la edad es la variable a considerar; 2) la vejez funcional, en que el foco de atención son las limitaciones y discapacidades; y 3) la vejez como parte del proceso del ciclo vital con sus características particulares. En resumen: edad, estado de salud y lugar en la sociedad.[2]
Aunque reconozco la importancia de los tres enfoques, me centro en el último, el de la sociedad añadiendo a éste, el de la predisposición con que personalmente la asumimos.
Hace falta tener un propósito por cual apostar a la vida, un propósito que nos aliente a sentirnos útiles, así fuera frente a nosotros mismos, pero sin la agonía de la juventud por echar hacia adelante, como tampoco, con el desasosiego del final de la vida. Se trata de encontrar el Ikigai, es decir, lo que le da sentido a tu vida hoy, con los años que cargas y con toda la carga de los años a cuestas.
El ser humano es un ser de propósito que, por supuesto, van cambiando en la medida en que avanzamos en la vida, sin que ello signifique tampoco, la imposibilidad de darse y asumir nuevos retos y proyectos. Los ejemplos están a la vista, hombres y mujeres de edades avanzadas que deciden realizar estudios académicos en todos los niveles, como también, iniciar nuevas relaciones de parejas, como incluso, proyectos de vida social novedosos.
Un propósito que te anime, que te ponga en movimiento, que te haga experimentar nuevas sensaciones y experiencias, que te permita sentirte útil en ese momento de la vida, de eso se trata. De reconocer que cuentas con la sabiduría y la experiencia acumulada de los años vividos, sin la necesidad de la impronta de la juventud por alcanzar el éxito. Es lo que significa definir tu IKIGAI: aquello que me genera un nuevo sentido y significado porqué vivir.
Por supuesto, la edad como la salud física emocional, son factores importantes, que deben ser atendidos por la política pública. Desde aquella que deben promover la especialización de la atención médica y psicológica propia de la edad, bajo el concepto de gerontología, a aquellas que deberían promover el desarrollo de nuevas habilidades y competencias para la vida, como muy bien podría ser la “educación de adultos”, pero para adultos.
Desde que inicié la década de los sesenta he encontrado en el yoga y el taichi un estilo de vida nuevo, que me proporcionan experiencias y placeres novedosos. Que me han hecho descubrir nuevas realidades en mi propio organismo físico y mental. Aún subo a paso doble los cincuenta escalones que me llevan a mi hogar. Después de un día de actividades como las que suelo tener, no experimento cansancio. Entrados los setenta me inicio en la natación, preguntándome por qué no lo hice desde antes. Un ejercicio completo que me están ayudando a recuperar significativamente masa muscular. De eso se trata, de no acogerme al dictamen social del abandono.
Todas estas actividades, como otras, bien podrían ser parte de una educación para adultos. La pintura, la artesanía, la escultura, tocar algún instrumento, el senderismo, la jardinería, el canto, el baile y la danza, la fotografía, la observación de aves y su comportamiento, hasta de ser guía turístico. Algunas otras actividades sociales, aunque de características más complejas por lo que suponen intelectualmente, pueden ser “acompañantes éticos” ante la necesidad de tomar decisiones que suponen, precisamente, dilemas de esa naturaleza, tanto en el ámbito de la salud como de la educación. Servicio social voluntario en entidades especializadas para el desarrollo de políticas públicas, que aseguren un uso pulcro de los fondos públicos. Estas, como otras, son algunas de las tantas cosas que un “adulto-envejeciente activo” podría ofrecerle a la sociedad y con ello desarrollar nuevos propósitos de vida.
La necesidad de que se definan y se desarrollen políticas públicas para el acompañamiento y cuidado de las personas envejecientes es un hecho indiscutible y una necesidad perentoria. Pero de la misma manera, hacen falta políticas públicas y oportunidades sociales para que los envejecientes desarrollemos nuevas habilidades y destrezas que hagan de nuestras vidas, vidas útiles para nosotros mismos y la sociedad.
[1] Schopenhauer, A. (2009). El arte de envejecer. Alianza Editorial, S.A. Madrid.
[2] Rodríguez, N. (2018). Envejecimiento: Edad, Salud y Sociedad. Revista electrónica Scielo. Recuperado en Envejecimiento: Edad, Salud y Sociedad (scielo.org.mx)