Haciéndole honor a su nombre, que significa “flor de oro”, Anacaona fue una princesa taína bella y poderosa.
Pero, también, fue una mujer culta y talentosa que creyó en la paz y la convivencia, y pagó por ello con su vida.
Quizás por eso es una de las pocas indígenas mencionadas por su nombre en los escritos de los primeros años de la conquista de América (siglo XV).
En su “Historia de Indias” (1527-1547), fray Bartolomé de las Casas la describió como “una muy notable mujer, muy prudente, muy graciosa y palaciana en sus hablas y artes y meneos y amicísima de los cristianos“.
Y, según el jesuita francés Pierre François Xavier de Charlevoix, era una mujer “con mucho genio superior a su sexo y a su nación”, como escribió en Histoire de l’Isle espagnole ou de S. Domingue, de 1730.
A pesar de que pocos cronistas la conocieron o fueron testigos de los hechos, escritos como estos han permitido esbozar la historia de una mujer que se convirtió en leyenda y, más de 500 años después de su muerte, sigue viva.
Familia poderosa
El 5 diciembre de 1492, cuando Cristóbal Colón y su tripulación arribaron a la isla que los nativos llamaban Quisqueya (“madre de todas las tierras”), Bohio (“casa para los taínos”), Babeque (“tierras con oro”) y Ayti, y que los españoles bautizaron La Española, se piensa que Anacaona tenía 18 años.
En ese momento, la isla era dominio mayoritario de los taínos, y, según De las Casas, había cinco cacicazgos.
El más extenso y populoso, Jaragua, estaba bajo el mando del hermano de Anacaona, Bohechío.
Ella vivía en Maguana pues se había casado con su cacique, Caonabo.
Era respetada y querida no sólo por su estatus, sino también por componer poesías y canciones, con las que se destacaba en los areítos, una manifestación cultural y religiosa de los taínos que celebraba con canto, recitación de mitos y baile, eventos importantes como la visita de un cacique o el éxito de la cosecha.
Aunque la historia de Anacaona está imbuida de leyenda, se dice que su actitud ante la llegada de los españoles fue inicialmente positiva e incluso tras repetidas amarguras, consciente de la fortaleza de los conquistadores, nunca dejó de abogar por la paz y la convivencia.
Abusos y destrucción
En diciembre de 1492, Cristóbal Colón ordenó la construcción del Fuerte Navidad con los restos de la embarcación Santa María, en la costa norte de La Española.
Dejó a 39 hombres al cuidado de esa primera construcción española en la isla.
Antes de partir, les advirtió que no abusaran de las aborígenes, pero no le obedecieron.
A su regreso, en 1493, encontró el fuerte destruido.
A todos los hombres que había dejado, según el primer cronista oficial de las Indias Gonzalo Fernández de Oviedo, los habían matado “los indios, no pudiendo sufrir sus excesos porque les tomaban las mujeres e usaban dellas a su voluntad, e les hacían otras fuerzas y enojos, como gentes sin caudillo e desordenada”.
Caonabo fue culpado y algunos informes dicen que fue Anacaona quien, al enterarse de los maltratos de los españoles a las indígenas, lo convenció de atacarlos.
No obstante, hay quienes cuestionan esa versión de los hechos, entre ellos Luisa Navarro, exdirectora de la escuela de Historia y Antropología de la Universidad Autónoma de Santo Domingo.
Conversando con BBC Mundo, la historiadora resaltó que, sin medios de transporte adecuados, le era casi imposible ir a Fuerte Navidad.
“Para llegar desde donde estaba hasta el fuerte había que subir por la cordillera Septentrional y bajar del otro lado para llegar a la zona costera del valle del Atlántico”… algo que le habría tomado al menos 63 horas a pie.
“¿Cómo hizo Anacaona ese viaje para saber qué estaba pasando y volver a decírselo a Caonabo?”, se preguntó Navarro.
Otros historiadores han sospechado que Caonabo fue inculpado por razones políticas y que los cargos por los que el navegante español Alonso de Ojedase lo detuvo dos años después eran falsos.
Hasta la forma de apresarlo fue engañosa.
Navarro contó que, antes de la detención, Ojeda le propuso un pacto al cacique: le ofreció un regalo y cuando él estiró las manos para aceptarlo le pusieron las esposas.
“Caonabo murió cargado de cadenas y grillos (grilletes)”, según De las Casas, cuando una tormenta hundió la embarcación que lo llevaba a España, en 1496.
Encuentro con Bartolomé Colón
La reina viuda de Maguana se fue a vivir con su hermano Bohechío en la vecina Jaragua, donde era “acatada y temida” como el cacique, según Gonzalo Fernández de Oviedo.
Y cuando, poco después, el hermano menor de Cristóbal Colón, Bartolomé, llegó al cacicazgo, a pesar del deterioro de la relación con los conquistadores, Anacaona persuadió a Bochechío a reconocer la soberanía de los Reyes Católicos y comprometerse a pagar un tributo que el adelantado había impuesto ya en otras regiones de la isla.
La visita de Bartolomé Colón, según los cronistas, fue un evento alegre, en el que fue agasajado con fiestas y tantos regalos que tuvo que fletar una carabela para poder transportarlos.
Él, a su vez, invitó a Anacaona y Bohechío a su barco y, cuando descargaron la artillería en su honor, el ruido los turbó tanto “que de espanto casi se echaron al agua; pero viendo a don Bartolomé reirse, se sosegaron“, cuenta el cronista Antonio de Herrera y Tordesillas.
Añade que, después del incidente, “miraban la popa, y proa alrededor: entraron en la carabela, bajaron abajo, estaban atónitos”, y según De las Casas, el recorrido por la carabela “dejó alegres al rey e a la reina y a todos los señores y gentes suyas muy contentos”.
Es uno de los pocos hechos que se conocen de la vida de Anacaona, y de los más felices, que son aún más escasos.
Anacaona, cacica de Jaragua y de Maguana
En 1502, Anacaona, cacica de Maguana, perdió a su hermano. En reconocimiento a su valor e ingenio fue nombrada cacica de la “médula” de toda la isla: Jaragua.
Para entonces, La Española estaba desbarajustada. Había habido una rebelión de españoles frustrados y un levantamiento de varios caciques indígenas que luchaban contra los invasores.
El nuevo gobernador de las Indias, el comendador de Lares frey Nicolás de Ovando, se propuso pacificar la isla, y el lejano cacicazgo de Jaragua estaba en su mira, no sólo porque era donde se habían refugiado los españoles sublevados, sino porque le habían llegado rumores de que Anacaona y otros caciques estaban conspirando en contra de la Corona.
Pero su idea de “pacificación” era muy distinta a la de la cacica.
Mientras que Anacaona, a pesar del desprecio y los continuos abusos de los españoles contra los indígenas, estaba convencida que sólo una paz firme podía salvar a su pueblo, la paz a la que Ovando aspiraba no implicaba acuerdos ni salvaciones.
El gobernador organizó a sus tropas y partió rumbo a Jaragua, mientras que Anacaona organizaba un gran recibimiento y lo esperaba.
La trampa
Era un domingo de julio de 1503, cuando Anacaona recibió a Ovando en la plaza de Jaragua con gran fiesta de baile y canto, como era su costumbre.
El gobernador había venido con 70 hombres a caballo y 200 peones.
Al jolgorio acudieron también decenas de caciques súbditos de Anacaona, quien fue de las últimas en llegar a la plaza, estaba junto a su hija y otras mujeres líderes.
“Hizo un areíto ante Ovando…; e andaban en la danza más de 300 doncellas, todas criadas suyas, mujeres por casar…”, cuenta Fernández de Oviedo.
Tras varias demostraciones de celebración taínas, los agasajados invitaron a los indígenas a reunirse en un bohío pues querían corresponder a los honores ofreciéndoles un espectáculo propio.
Desarmados y entusiasmados, los caciques y acompañantes se congregaron en la casa de madera y paja y mientras presenciaban un torneo, Ovando dio una señal preestablecida y sus hombres los apresaron, amarraron y quemaron vivos.
Otros atacaron a los indígenas que estaban afuera. De las Casas escribe que los españoles les cortaron las piernas a los niños mientras corrían, y que incluso cuando algún español intentaba salvar a un niño subiéndolo a su caballo, otro venía y “atravesaba al niño con un lanza”.
Condenada a la horca
Durante varios meses después de la masacre, Nicolás de Ovando continuó una encarnizada campaña de persecución contra los indígenas, hasta que quedaron tan pocos que casi los exterminó en la isla, según Samuel M. Wilson en su libro Hispaniola. Caribbean Chiefdoms in the Age of Columbus.
Sus sangrientas campañas y una serie de epidemias redujeron la población de La Española de las que se estima eran 500.000 personas a la llegada de Colón a 60.000 nativos en un censo de 1507, según datos del “Manual de Historia Dominicana” de Moya Pons.
Anacaona y su hija sobrevivieron lo que pasó a la historia como la Masacre de Jaragua. También se salvó Guarocuya o Enriquillo, sobrino de la cacica, quien 15 años después se rebelaría contra los españoles.
Sin embargo, la “suerte” de la cacica sería efímera.
Fue apresada, llevada a Santo Domingo y condenada a la horca por conspiración.
El director del Museo de Anacaona dice que “fue la reina taína más amada de todo el pueblo. Hasta su último día de vida no bajó la cabeza y donó su vida por ellos”.
Por su parte, Navarro simplemente la describe como “la máxima líder de toda la población, no solamente en esta isla (Española), sino que abarcaba Puerto Rico, Cuba y parte de Jamaica”.
Su historia es recordada en canciones como “Anacaona”, del cantante puertorriqueño Cheo Feliciano. Y en los poemas del mismo nombre escritos por la poetisa dominicana Salomé Ureña.