Dr. Enrique Sánchez Costa
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Así, desde la primera línea, nos cautiva Cien años de soledad: la novela cumbre de la literatura hispanoamericana. Así nos sumerge García Márquez en su mundo inédito, inspirado en el Aracataca caribeño de su infancia. Allí regresó en 1950, con veintitrés años, junto a su madre. Esta entró en una botica y preguntó a la mujer que cosía: “¿Cómo está, comadre? Ella levantó la vista y se abrazaron y lloraron durante media hora”. El tiempo había marchitado el pueblo selvático de su niñez en un espacio de polvo y soledad.
Es cierto que García Márquez toma aquí motivos de su infancia, del Caribe y de la historia de Colombia. Pero, como en el arte más innovador del siglo XX, no quiere reproducir la realidad; quiere crear un mundo nuevo ficcional que suplante la realidad histórica o presente. Aquí está todo transformado por obra y gracia de una imaginación y lenguaje desbordantes. Por eso el fantástico Macondo es hoy más verdadero que cualquier otro pueblo selvático real. Porque, como escribió Carmen Martín Gaite, en literatura “lo que está bien contando es verdad, y lo que está mal contado es mentira: no hay más regla que esa”.
La novela resigue la fundación mítica de Macondo, su desarrollo comercial y su decadencia a través de seis generaciones de una saga familiar –los Buendía– cuya historia (simbolizada en su casa hospitalaria) está entrelazada con la del pueblo. Para García Márquez, “Macondo, más que un lugar en el mundo, es un estado de ánimo”: la desazón por el paso del tiempo y “las trampas insidiosas que le tendía la nostalgia”. No solo el tiempo corroe aquí los mejores proyectos, sino que atenaza a los personajes en una suerte de circularidad repetitiva y fatal: “La buscó sin piedad. Con la temeridad atroz con que José Arcadio Buendía atravesó la sierra para fundar Macondo, con el orgullo ciego con que el coronel Aureliano Buendía promovió sus guerras inútiles, con la tenacidad insensata con que Úrsula aseguró la supervivencia de la estirpe”.
Si nos hechiza Cien años de soledad es por el “realismo mágico” que teje con su lenguaje. El narrador cuenta, imperturbable, una historia en la que lo cotidiano se entrevera con la magia, el mito, el milagro y la fantasía. Como un notario fidedigno, nos ofrece enumeraciones detalladas de hechos disparatados. Todo se intensifica por la hipérbole, que detona continuas carcajadas. Porque el ser humano no es solo razón y lógica sino también –como mostró el surrealismo– pasión y absurdo. Porque América Latina es el continente donde lo inverosímil es la realidad diaria.
Y el lector, perdido a veces entre la maraña de personajes homónimos, espera, gozoso, el próximo asalto de lo maravilloso. Acuerda con el autor creérselo todo, porque ¡cómo no creer lo que está contado con tanto humor, con tanta originalidad, con una prosa tan deslumbrante!