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Viaje a la Europa desquiciada de entreguerras

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Dr. Enrique Sánchez Costa

El 3 de agosto de 1914 el ministro de Asuntos Exteriores británico declaraba: “Las luces se apagan en toda Europa; ya no volveremos a verlas encendidas en nuestros días”. La guerra no solo destruiría cuatro imperios y segaría la vida de veinte millones de personas. Agravaría, también, la crisis de la modernidad (desarbolando su confianza en la estabilidad y el Progreso). De ahí que Hugo Ball, fundador del dadaísmo, anotara en 1914 en su diario: “Los ideales solo son etiquetas postizas. Todo se ha desmoronado, hasta los últimos fundamentos”. O que T. S. Eliot publicara “La tierra baldía” (1922) y “Los hombres huecos” (1925). O que Alfred Döblin, en su célebre Berlin Alexanderplatz (1929), contara la vida de un albañil, encarcelado por asesinar a su pareja (a la que antes había prostituido), y alienado en los bajos fondos del Berlín de los años veinte, con choques callejeros entre comunistas y nazis.

Esa Europa mutilada y febril de entreguerras será también el telón de fondo de Viaje al fin de la noche (1932): la obra maestra del francés Louis-Ferdinand Céline. La novela cautiva al lector por su escritura hipnótica. El autor (que bebe del futurismo y del expresionismo) ofrece una prosa acelerada, violenta y quebradiza. Una escritura fragmentada, yuxtapuesta, digresiva, con fogonazos de lirismo. El lenguaje es aquí un torrente vertiginoso, que arrastra todos los registros del habla oral. Y, puesto que el protagonista –Ferdinand Baradamu– es también un antihéroe hipercrítico y aperreado por la vida, abunda aquí el léxico escatológico y valleinclanesco del hampa.

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La novela está atravesada de nihilismo exasperado. Baradamu, que lucha en la Gran Guerra, languidece “entre las amenazas, el estiércol y el asco por habernos visto torturados, engañados hasta los tuétanos por una horda de locos furiosos, incapaces ya de otra cosa, si acaso, que matar y ser destripados sin saber por qué”. No hay esperanza: “Quien habla del porvenir es un tunante, lo que cuenta es el presente. Invocar la posteridad es hacer un discurso a los gusanos”. Baradamu, tras escaquearse de la guerra, trabaja un tiempo en una colonia francesa en África. “Las escasas energías que escapaban al paludismo, a la sed, al sol, se consumían en odios tan feroces, tan insistentes, que muchos colonos acababan muriéndose allí a consecuencia de ellos, autoenvenenados, como escorpiones”. El protagonista viaja luego a Nueva York, donde malvive como contador de pulgas y obrero en una fábrica taylorista. Y regresa finalmente a Francia, para trabajar de médico rural, hastiado de la vida.

Algunos autores, como Hugo Ball, Eliot o Döblin, superarán la desesperación de la Europa de entreguerras abrazando el cristianismo. Otros encontrarán su ideal en espiritualidades heterodoxas, en proyectos artísticos vanguardistas o en utopías políticas. No así Céline. Él, sociópata obsesionado con la higiene y los parásitos (como Hitler), publicará furibundos ensayos antisemitas y colaborará con los nazis. Pese a todo, su gran novela sigue descollando en la narrativa del siglo XX. Por su técnica deslumbrante. Y por la radiografía de una época desquiciada que conduciría hasta el Holocausto.

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