El acto educativo, como acto de compasión y amor, apela a la ternura y a la empatía que acoge, que atrae, que vincula, que empuja hacia la alegría, el bienestar y la felicidad.
En la entrega anterior, afirmábamos lo siguiente: “La escuela es un espacio privilegiado para desarrollar actitudes compasivas desde la educación preescolar y a lo largo de todo el sistema. Aprender a ser compasivo consigo mismo y con los demás. Ser compasivos con toda manifestación de vida en general: los animales, las plantas, los ríos, el mar, los cielos, y todo lo que en ello habite”.
Nadie niega el rol fundamental que la escuela debe jugar en la formación básica de la ciudadanía. Ella debe desarrollar las competencias y habilidades necesarias para la vida en cada generación. Un aspecto fundamental es el que tiene que ver con el desarrollo de la competencia de “vivir juntos”.
Sí, ya lo sé, Jacques Delors en su tan manoseado libro por muchos “La educación encierra un tesoro”, (1) dedica el capítulo iv a lo que llama los cuatro pilares de la educación. Estos son: Aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos, aprender a vivir con los demás, y aprender a ser.
En el título “El descubrimiento del otro”, del libro de Delors, se señala lo siguiente: “la educación tiene una doble misión: enseñar la diversidad de la especie humana y contribuir a una toma de conciencia de las semejanzas y la interdependencia entre todos los seres humanos”. Es decir, la educación debe procurarnos desarrollar la conciencia de que vivimos en sociedad con todo lo que ello significa. Que, por demás, como muy bien decía Benito Juárez, presidente de México en el siglo antepasado: “Entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”.
Por supuesto, y esta es una idea que el texto aludido de Delors explicita muy bien, la conciencia del otro, o como dice el texto, el descubrimiento del otro, pasa forzosamente por el conocimiento de uno mismo. Conocerme a mí mismo y conocer al otro, es una dialéctica bellísima, que nos afirma en nuestra humanidad. El cuarto pilar señalado, es precisamente aprender a ser.
Como acto dialógico que es la educación, en los procesos dinámicos que envuelve la escuela y el aula entre los sujetos que allí confluyen, a propósito de enseñar y aprender, todos nos beneficiamos o deberíamos beneficiarnos con los aprendizajes, unos, desarrollando las competencias y habilidades prescrita por el currículo y las que su propio desarrollo demande, y otros, fortaleciendo y ampliando en la práctica, las competencias que lo hacen ser un profesional de la educación, y que se supone, está debidamente certificado por una institución de educación superior.
Una pedagogía de la compasión debe ser asumida al mismo tiempo como una ética de la compasión, y ello así, pues los procesos pedagógicos nos colocan ante situaciones fundamentales de la vida que supone la moral, la responsabilidad, el clima de hospitalidad necesario, la acogida, el cuidado de los demás, entre otras cosas. El maestro, en los procesos de gestión de oportunidades para enseñar matemática, lenguaje o ciencia, desarrolla estrategias que incentivan y promueven, dinámicas entre sujetos que aprenden y que siempre estarán colocados en situaciones distintas respecto a los propósitos de estos aprendizajes. No olvidemos el concepto vigostkyano de la zona de desarrollo próximo, donde cobra mayor sentido el valor de la compasión.
Es imposible obviar que la educación envuelve mucho más que contenidos disciplinares, pues se trata de seres humanos que, en la complejidad de sus múltiples dimensiones cognitivas, emocionales, morales, espirituales, etcétera, se vinculan y relacionan en una dinámica permanente de afirmación y negación. En ese proceso, como seres fundamentalmente sensibles, se despiertan todo tipo de emociones y sentimientos que van moldeando en la dinámica social, elementos centrales en el desarrollo de la personalidad de cada uno de esos sujetos que aprenden.
Nuestros deseos y nuestras angustias, nuestros éxitos y nuestros fracasos, los momentos de aplausos y reconocimientos por la respuesta bien dada, como aquellos en que denota la burla o el sarcasmo, por los yerros y equivocaciones cometidos, las sensaciones de placer y a veces de dolor, incluso, ponen de relieve que la educación es un acto que debe centrarse en la compasión y amor por los demás y consigo mismo. La educación es un acto intersubjetivo que va configurando subjetividades propias y colectivas, que nos hacen ser persona y un vínculo con los demás. Por esa y otras razones hay estudiantes que dicen: “hay maestros que dejan huellas, como otros que dejan heridas”. Ese proceso intersubjetivo de educar no solo toma como vía la palabra, sino también el gesto y la mirada.
El acto educativo, como acto de compasión y amor, apela a la ternura y a la empatía que acoge, que atrae, que vincula, que empuja hacia la alegría, el bienestar y la felicidad. Educar es ensanchar la conciencia del mí y del Otro (la alteridad), educar es colocarTe en el camino de ser y de vivir juntos, de aprender sin límites, de gozar el proceso de constituirse en personas que piensan, que aman, que anhelan, que ríen, pero también lloran.
En un mundo como el que vivimos hoy, centrado en el “yo” y la casi negación del Otro, una educación centrada en la compasión y el amor proporcionaría las herramientas al educando para el mejor conocer y tomar las mejores decisiones en función de todos y de toda forma de vida, construyendo una ciudadanía responsable y comprometida consigo mismo y los demás.