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Cómo eran los maestros de antes

Oye uno hablar de esos maestros de antes, esos que se nombran con admiración y respeto, esos que parecen estar en los inicios de la pedagogía, poniendo cimientos, desbrozando caminos, sembrando vocaciones, forjando maestros.

Oye uno decir que “esos sí eran maestros”, amasados en la vocación y el amor por el oficio. Conoce uno a esos maestros de antes, productivos hasta último momento, sostenidos por una con­vicción y una pasión que dan sentido a toda una vida y a toda una genera­ción, y sabe uno cuán cierto y cuán insufi­ciente puede ser todo eso que se dice …

Escucha uno sus relatos cargados de dignidad y no puede dejar de emocionarse e, inevitablemente, com­pa­rar. Relatos de una época en que hacerse maestro era una decisión como la de casarse, un compromiso y una opción de vida.

Tiempos en que los libros – pasta dura, letra menuda, edición esmerada, estilo austero – eran pre­ciados y se cuidaban como oro en polvo. Tiempos en que los libros se com­praban para leer y se leían para aprender. Lo poco que llegaba a las manos se leía con avidez. El mundo era mucho más pequeño que el de ahora y había menos que saber, pero había mucha gana de leer y de saber.

Amigos-compañeros-colegas para siempre se hacían en la identidad compartida en las aulas y, más tarde, en el devenir del ofi­cio. Épocas en que la educación era imán que atraía a las mentes más lúcidas, a las voluntades más firmes, a las vocaciones mejor definidas. La educación encendía entusiasmos y fervores colectivos, se extendía más allá de una jornada de trabajo, se instala­ba como tema de conversación en reuniones informales, contagiaba el mundo de los afectos y los sentimien­tos, involucra­ba a la fa­milia, llenaba la vida.

El maestro y la maestra eran respetados y valorados por una sociedad que veía en ellos la encarnación del saber, los principios correctos, los valores a seguir. Segundo en el pueblo después del cura, el maestro era el proto­tipo del intelectual, el filóso­fo, el escritor, el literato. Modelo y ejemplo para sus alumnos, inspirado no solo por el temor sino por la coherencia entre lo que pregonaba y lo que hacía, entre lo que aplicaba para sí mismo y para los demás. Respeto nacido de su rectitud y honestidad, de su entrega como maestro, de su generosidad para compartir, de su sabiduría para reconocer la necesidad de se­guir aprendiendo.

Son, evidentemente, otros tiempos. Muchas cosas han cambiado y muchas en un sentido positivo. No es cierto, en general, que “todo tiempo pasado fue mejor”. Aceptarlo equivaldría a creer en un futuro condenado a la deca­dencia. Pero, en lo que hace a la educación, hay cosas de ese pasado que necesitamos valorar y recuperar. Los maes­tros de hoy tenemos mucho que aprender de los maestros de antes.

De hecho, cuando uno de esos maestros se va, se siente uno habi­tado por una urgencia de multiplicarse, por una premura de devol­ver al magisterio el lugar que le corresponde, de devolver a la educación su relevancia, su carácter de lucha vital, de bús­queda subversiva. Y es entonces cuando, precisamen­te, toma uno concien­cia de que esos maestros de antes siguen presen­tes aquí y ahora, mostrán­donos la importancia y el sentido de la lucha por la educa­ción, recordán­donos lo bello, desafiante y trascenden­te que puede ser el oficio de maestro.

Fuente: otra-educacion.blogspot.com

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