Dr. Enrique Sánchez Costa
Tras vencer a los persas por segunda vez (479 a. C.), Atenas se convierte en la ciudad más floreciente del Mediterráneo. Su comercio de aceite y de cerámica crecen sin parar. Pericles lidera la expansión imperial y artística de Atenas. Llegan tributos de doscientas ciudades griegas. Se construye, deslumbrante, el Partenón. En el 431 a. C. proclama Pericles: “Seremos admirados por nuestros contemporáneos y por las generaciones futuras […] Nos bastará con haber obligado a todo el mar y a toda la tierra a ser accesibles a nuestra audacia, y con haber dejado por todas partes monumentos eternos”.
Pero de la audacia a la desmesura –a la “hybris”– no hay más que un paso. Y ese mismo año Atenas entra en guerra con Esparta: la otra gran potencia helénica. Tucídides, historiador y estratega ateniense, narrará esa guerra civil de treinta años en su Historia de la guerra del Peloponeso (ca. 411 a. C.). Es Tucídides el primer historiador que defiende y practica la historia como una “investigación laboriosa”, que busca causas, contrasta fuentes y emplea una “rigurosa crítica”. Su libro fascina por la calidad de su prosa diamantina; la agudeza de su pensamiento; la habilidad de transitar de lo particular de Grecia a lo universal de la “naturaleza humana”.
Frente a la épica de lo militar, Tucídides afirma que “la guerra, al suprimir las facilidades de la vida cotidiana, se convierte en un maestro de violencia y coloca las pasiones de la masa al nivel de las circunstancias imperantes”. La guerra convierte a seres antes pacíficos en agentes de la destrucción. Tucídides habla de una “subversión de los valores” que llega, incluso, “a cambiar el sentido normal de las palabras”: “una audacia irreflexiva pasó a significar valerosa adhesión al partido; una precaución sensata, cobardía encubierta; la cordura, embozo del desmayo”. Impera “el fanatismo”. Los traidores triunfan, los confiados y pacíficos sucumben. “La fuente de todas esas aberraciones era la sed de poder inspirada por la codicia y la ambición”.
Pericles convence a todos de protegerse dentro de las murallas. Y el hacinamiento favorece la epidemia (quizá tifus o peste bubónica), que se desata en Atenas tras el primer año de guerra. Tucídides cuenta sus síntomas con precisión macabra: inflamación de los ojos, respiración irregular, aliento fétido, tos violenta, vómitos, secreción de bilis, ulceraciones, espasmos, insomnio, diarrea… “Cuerpos de moribundos yacían unos sobre otros, y personas medio muertas se arrastraban por las calles”, buscando agua. “Ante la extrema violencia del mal, los hombres, sin saber lo que sería de ellos, se dieron al menosprecio tanto de lo divino como de lo humano”. Cunde el desánimo, la inmoralidad y el sálvese quien pueda. Muchos muertos quedan sin enterrar. Aumentan los robos. Se buscan los placeres inmediatos.
Pericles morirá en la peste, junto a un tercio de la población de Atenas. La ciudad perderá la guerra y su imperio político. Pero su legado perdurará para siempre: la democracia, la retórica, el arte clásico, la filosofía, la ciencia, la historia.