Ángel Palacio
Una escena recurrente en películas es un barco luchando por sobrevivir en medio de una tempestad. Bregando para no hundirse y seguir su camino. El agua que lo sostiene es la misma que lo golpea.
Los humanos somos como el barco: capaces de recomponernos continuamente desde unos niveles mínimos de bienestar y renacer de nuestras cenizas. El Dr Aaron Antonovsky, sociólogo graduado de la Universidad de Yale, se propuso estudiar este fenómeno. Lo primero que encontró fue que prácticamente el total de la atención médica se centraba en las fuerzas negativas (DDD) a las que se les asigna el nombre de patógenas. El entendía que había que darle mayor importancia a las fuerzas positivas (General Resistance Resources, GRR) a las que asignó el nombre de salutógenas (salutogene). Antonovsky confirmó, ante todo, que la salud no es un continuum, un lago de aguas tranquilas, sino una lucha continuada, un deseo renovado constantemente de seguir respirando, caminando, conociendo, amando, riendo. Un constante ir y venir del ease al dis-ease. Vivir es estar viviendo ininterrumpidamente. Todo lo que existe tiene un impulso a seguir existiendo. Todo lo que vive tiene un impulso a seguir viviendo. Pero el apego a la vida de la especie humana es un apego propio de esa especie.
Por eso, la fuente de donde salen las fuerzas que mantienen a los humanos viviendo no es meramente de orden físico o biológico, sino que más bien está compuesta por altos contenidos de orden mental, con una vertiente racional y otra emocional. Es algo específico, pero con caracteres propios de cada individuo. Son fuerzas en parte heredadas, en parte aprendidas. No son algo superficial, que se lleva a flor de piel. Más bien, están ancladas en lo hondo de la experiencia humana, en el núcleo del yo; brotan del hondón del ser. Antonovsky llamó al núcleo donde se asientan las Fuerzas Generales de Resistencia: “sentido de coherencia” (SOC).
El apego a la vida en cada humano no es un mero apego a la vida, es amor a la vida, ansia de vivir, de disfrutar la vida y llenarla con algo. Así, pues, el sentido de coherencia es el mismo yo que se manifiesta como deseo de seguir viviendo, de disfrutar de la vida y de llenarla con algo que le dé sentido, y está enterrado dentro del alma humana. La persona humana se desarrolla para vivir su vida en plenitud. La lucha por la vida no es otra cosa que la lucha del hombre por expresar el potencial ilimitado del alma humana. El ansia de vivir supone una declaración de libertad, de entrega a la responsabilidad y un correcto uso de las herramientas de la inteligencia.
El sentido de coherencia es parte del yo. Como el yo, se recibe en el nacimiento en germen y debe irse desarrollando. La misión de la educación es ayudar en el desarrollo del yo y, por tanto, en el desarrollo del sentido de coherencia, del amor a la vida.
La escuela, junto con la familia y la sociedad, tiene como misión ayudar al menor a desarrollar su sentido de coherencia, el deseo de mantenerse vivo, disfrutar de la vida y, de alguna forma, llenarla de sentido.
La escuela es, por tanto, la mejor aliada de la salud y de la vida. La “fitness” física y mental debe comenzar en la familia y en la escuela. Por eso, los romanos tomaron como motto para sus escuelas aquel verso de Juvenal: Oremos por una mente sana en un cuerpo sano.
Y Decroly: Educar por la vida para la vida.
Y ¿el maestro?
El maestro, además de ser un señor o una señora que explica el teorema de Pitágoras o enseña a separar las palabras en sílabas, es una persona visionaria, soñadora y sembradora de sueños, que ama la vida y transmite amor a la vida, que saborea la vida como una fruta fresca, que vive la vida plenamente con gracia y significado y muestra (enseña) lo formidable, lo estupendo, lo fabuloso que es estar vivo, poder decir soy parte del mundo, lo misterioso, lo trágico y lo cómico de la existencia humana; es un transmisor de sentido con que llenar la vida, consciente de que su misión es única y maravillosa. Commander-in-chief de las fuerzas de la Salutogénesis.
¡Feliz día del maestro!