Michael Greshko
Hace 48 millones de años, un pariente de las iguanas que vivía en la actual Alemania devoró un insecto que tenía un exoesqueleto reluciente. Poco después, la suerte del lagarto cambió, pues una serpiente joven lo engulló empezando por la cabeza.
Sabemos todo esto porque la serpiente tuvo la espectacular mala suerte de terminar en una trampa mortal: el cercano foso de Messel, un lago volcánico con profundas aguas tóxicas y la posible tendencia de expulsar nubes asfixiantes de dióxido de carbono.
No queda claro si el lago envenenó o sofocó a la serpiente, finales que muy a menudo encontraban los animales acuáticos y voladores del área. Lo indudable es que, de alguna manera, la muerte la alcanzó cerca del lago y sus aguas la arrastraron. Y apenas dos días después de comerse al lagarto, la serpiente yacía sin vida en el fondo del lago, sepultada bajo sedimentos que la preservaron de manera impecable, junto con su comida, y la comida de su comida.
Y eso es muy buena cosa. Pues aquel fósil, descrito hace poco en Palaeobiodiversity and Palaeoenvironments, es apenas el segundo de su tipo jamás encontrado, revelando tres niveles de una antigua cadena alimentaria, anidados uno dentro del otro en una versión paleontológica de las matrioskas, o el equivalente culinario: un turducken.
“Creo que es el tipo de fósil que no volveré a encontrar en el resto de mi vida profesional; así de raras son estas cosas –dice Krister Smith, paleontólogo del Instituto Senckenberg, Alemania y becario National Geographic/Waitt, quien dirigió el análisis-. Fue toda una sorpresa”.
“Es realmente genial ver esta escala trófica dentro del intestino de una serpiente”, agrega Jason Head, curador de paleontología de vertebrados en la Universidad de Cambridge y experto en reptiles antiguos, quien no participó en el estudio.
Los gustos de las serpientes
Para Smith y sus colegas, el fósil recién excavado es más que una rareza. De hecho, los escaneos computarizados que revelaron la comida dentro de la comida confirman una tendencia dietética muy persistente entre los boidos, grupo de serpientes que incluye a las boas neotropicales, las boas de Madagascar, y las boas de la arena asiáticas y africanas.
Agustín Scanferla, un coautor del estudio y experto en serpientes antiguas del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina, dice que las preferencias alimentarias de los boidos cambian con la edad. De jóvenes, tienden a engullir lagartos pequeños y anfibios, pero cuando alcanzan la adultez, prefieren presas más grandes, incluidos mamíferos, aves, y reptiles como los cocodrilos.
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El lagarto, Geiseltaliellus maarius (anaranjado), está preservado en el estómago de la serpiente (blanco). El insecto yace en la cavidad abdominal del lagarto (azul).Foto: Cortesía Krister T. Smith
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Scanferla explica que “este espécimen nos muestra las primeras evidencias de ese cambio dietético, [ya que] este hermoso boido, Palaeopython, es juvenil”, y manifiesta una clara predilección por los lagartos pequeños; igual que las boas jóvenes modernas, pero hace 48 millones de años.
Head señala también que el fósil permite definir el territorio de Palaeopython que, pese a su nombre, no tiene parentesco cercano con las pitones modernas.
“[El fósil] nos dice algo nuevo sobre la biogeografía de este grupo, lo cual es muy interesante –comenta-. Y una vez que aclaremos las relaciones evolutivas dePalaeopython, me parece que [la especie] cambiará mucho de lo que sabemos sobre la historia de la dispersión de estas serpientes”.
Un hallazgo de muchas capas
A pesar de su novedad, este espécimen no es el primer fósil vertebrado que muestra tres niveles simultáneos de una cadena alimentaria. En 2008, un grupo de investigadores encabezados por Jürgen Kriwet, de la Universidad de Viena, describió el fósil de un tiburón, el cual había devorado a un anfibio que tenía en el estómago un pez espinoso.
Aquel fósil, de más de 250 millones de años, sugiere incluso que el anfibio había estado digiriendo al pescado durante bastante tiempo antes de convertirse en comida.
“Encontrar contenidos intestinales proporciona una visión directa que se remonta millones de años y permite saber quién se comía a quién –escribió Kriwet en un correo electrónico-. Sin embargo, lo común es que esos registros solo abarquen dos niveles tróficos. Encontrar un fósil preservado como contenido intestinal que, además, contenga restos de su última comida, brinda información mucho más profunda”.
Y ese espécimen difícilmente fue el primer hallazgo prodigioso en el foso de Messel, Sitio Patrimonio de la Humanidad de UNESCO, donde se encuentran algunos de los fósiles mejor conservados del Eoceno, periodo que data de hace 56 a 34 millones de años.
Por ejemplo, en el sitio había estómagos de murciélago fosilizados que contenían fragmentos minúsculos de polillas. Caballos excavados en Messel muestran señales claras de haber consumido hojas y uvas. Y no solo eso. El foso de Messel también preservó otros apetitos de los animales: un fósil contiene dos tortugas que, al parecer, murieron mientras se apareaban.
“Los fósiles de Messel son muy conocidos, y han recibido mucha prensa y cobertura popular debido a su extraordinario estado de conservación –escribió Ken Rose, paleontólogo de la Escuela de Medicina de la Universidad Johns Hopkins y becario National Geographic-. Estos factores sin duda han contribuido a su preservación inusual”.
Smith y Scanferla no han terminado de descubrir los tesoros del foso de Messel. En estos momentos, el equipo está buscando otros fósiles con la esperanza de hallar evidencias, igualmente espectaculares, de la dieta de Palaeopython adulto.
Fuente: National Geographic en Español