Begoña Ibarriola
Existen centenares de emociones y muchas mezclas y variaciones, pero ya desde el nacimiento, y aún antes de nacer, el ser humano experimenta sentimientos intensos, como rabia, disgusto, afecto y responde a la cara y al tono de voz del adulto. El bebé es muy sensible al estado emocional de quien lo cuida, por eso todas las interacciones modelan al niño, -no hay ninguna interacción que sea neutra emocionalmente-, y este muy pronto percibe cómo siente el mundo que le rodea.
Los niños, al igual que los adultos, van a experimentar diversos sentimientos como consecuencia de los acontecimientos que se suceden diariamente en su vida.
Sin embargo, a diferencia de éstos, la búsqueda de referentes y soportes seguros sobre los que apoyarse, coloca al niño, en sus diferentes etapas evolutivas, en una situación de mayor vulnerabilidad y desprotección frente a los sucesos adversos o cambiantes de su entorno.
Lo que sucede es que normalmente los niños no hablan de las emociones si en su casa no se habla de ellas. A veces lo o que falta es el lenguaje, hablar de lo que cada uno siente ante las cosas que le pasan en la familia.
Desde bebés, el modo en que la madre reacciona cuando el niño sonríe o llora constituye todo un ejemplo de acompañamiento emocional, de respuesta a las emociones del otro en ambos sentidos.
Este vínculo que se forja ya desde tan pequeños proporciona también el vehículo más sencillo a través del cual los padres podéis enseñar a vuestros hijos cómo relacionarse, comprender y conectar con las emociones de otra persona y encauzar los propios sentimientos, lecciones fundamentales que marcarán su futuro.
La sensación de seguridad, la confianza en el adulto, que es una de las necesidades emocionales según Erikson, el verse comprendido en estos primeros momentos de nuestra vida, es ya un primer paso para más adelante encarar sucesivos encuentros con compañeros, amigos y parejas.
Desde los 2 a los 5 años maduran las emociones sociales, sentimientos como inseguridad, celos, envidia, orgullo, confianza, pues requieren la capacidad de compararse con los demás. Más adelante y acercándose a la adolescencia, aparecen otras como la soledad, el amor, la angustia, la esperanza, la ilusión, hasta completar una gama inmensa de sentimientos y emociones.
A medida que pasan los años, el modo en que el niño afronta una situación de crisis, por ejemplo una pelea en el colegio o un problema en la clase, va a ser reflejo en buena medida del modo en que la familia afronta las crisis.
Si ese entorno es sano emocionalmente, el niño se sentirá protegido aún en medio de los acontecimientos más desfavorables, aumentando y haciendo valer su capacidad de afrontar y sobreponerse a acontecimientos. 4
Un ataque de enfado y rabia de un niño, por ejemplo, puede ser una oportunidad única. Lo ideal sería que el padre o la madre no se enfaden igual que el niño, aumentando la gravedad de la situación, pero que al mismo tiempo no muestre una actitud pasiva, abandonando al niño a su suerte por no querer dar mayor importancia a los hechos.
Si en lugar de quedarse en estos extremos, los padres lográis contener su propio enfado, no dejándose arrastrar por él y conseguís contactar con vuestro hijo ayudándole a contener y encauzar su propia rabia, habréis dado un gran paso.
Esto no quiere decir que viváis en un permanente estado de tranquilidad sino que el entorno sea lo suficientemente flexible como para poder recuperarse de una situación difícil con cierta rapidez y con las menores consecuencias posibles.
DOS FORMAS DE ORIENTAR EL MUNDO EMOCIONAL DE LOS HIJOS
Antes de nada, los niños deben entender que la emotividad no es algo sorprendente e incontrolable, sino un medio de expresión de su personalidad, y como todo medio de expresión, puede ser educado. Por este motivo, enseñarles a identificar, reconocer, y controlar sus emociones debería ser un objetivo prioritario en la educación de los hijos y los padres deberían servir de modelos.
Pero la disposición de los padres hacia los sentimientos, el control y la expresión de las emociones es muy diversa y se puede clasificar en dos orientaciones fundamentales: acompañamiento de las emociones o eliminación de las emociones.
En el primer caso, los padres consideran las emociones como algo válido e importante, y enseñan a sus hijos las características de cada una, las posibles causas y sus diferentes formas de expresión mientras les ayudan a regularlas y sobre todo a manejar aquellas que resultan más difíciles como el enfado, la tristeza o el miedo.
Sin embargo los otros padres intentan eliminarlas al considerar que su expresión es poco importante o incluso puede resultar peligrosa o inconveniente, por eso censuran la expresión de algunas de ellas o intentan cambiarlas.
Las dos orientaciones tienen sus consecuencias: si vuestros hijos comprenden que las emociones son algo fundamental del ser humano y las valoran, las comprenden y regulan, recurrirían a ellas para ofreceros información sobre su mundo interior a la vez que transmitirán a sus hijos este aprendizaje.
Si por el contrario, consideran su expresión algo inadecuada o vergonzosa, reprimirán su expresión con las consecuencias que esto supone no solo para su bienestar psicológico sino incluso físico. Crearan una coraza emocional que bloqueará sus emociones intensas pero que a la vez les puede distanciar de las emociones de los demás y pueden tener dificultades para sentir empatía.
Pero el bloqueo emocional conlleva un efecto de acumulación que va creciendo dentro de nosotros. Cada emoción que nos negamos a sentir, cada emoción que frenamos, va dejando un poso negativo sobre nosotros, aunque no seamos conscientes del mismo.
Muchas personas son capaces de estar meses acumulando emociones negativas sin expresarlas de ningún modo. Las emociones, tarde o temprano, necesitan una forma de expresión; solo necesitamos llegar a nuestro límite para comprobarlo. La explosión de una de las emociones negativas suele ser la consecuencia más habitual del proceso de bloqueo emocional: explosión de ira, explosión de tristeza (a través del llanto), etc.
Cada familia posee también su propia atmósfera emocional que afecta a todos los miembros, dado su componente de interdependencia y el contagio que se observa en el funcionamiento cotidiano. Las emociones de los padres afectan a los hijos y a su vez las emociones de los hijos afectan al comportamiento de los padres creándose una tela de araña emocional en las que muchas personas se ven atrapadas.
En algunas familias se pueden encontrar altos niveles de expresión emocional negativa que incluyen la crítica, la hostilidad y la intromisión. Otros tipos de clima emocional son: el de frialdad y desvinculación emocional o el que se genera cuando un miembro de la familia ejerce un alto grado de control sobre el resto, a los que controla mediante el miedo.
Pero también existen familias cuyo atmósfera emocional es muy positiva, caracterizada por altos niveles de confianza mutua, de afecto y de calidez, los cuales promueven la empatía en los niños, una de las competencias emocionales más importantes para su desarrollo social.
El funcionamiento adaptativo de la familia debe caracterizarse por el intercambio abierto de información sobre los sentimientos y las emociones. La expresión emocional facilita entonces, el conocimiento de la topografía de la vida interior de los hijos y de la pareja, permitiendo que cada miembro se pueda desarrollar como individuo, que se le permita ser uno mismo, que desarrolle su individualidad, pero manteniendo a la vez un sano equilibrio entre su mundo emocional intrapersonal y el interpersonal.
El reto consiste en que los padres comuniquen con la mayor claridad posible su manera de pensar y sentir para abrir un canal de enlace, -de corazón a corazón- que pueda estarse actualizando toda la vida y permita un crecimiento conjunto. Y para ello nada mejor que hablar y escuchar a los hijos.