Dra. Ed. Emelinda Padilla Faneytt
Una de las primeras veces que le pregunté a un grupo de niñas y niños qué querían ser cuando grandes, las respuestas me hicieron detenerme: ellas querían ser maestras, enfermeras o modelos; ellos, ingenieros, peloteros o “jefes”. Parecía una respuesta inocente, hasta que empezamos a indagar de dónde venían esas ideas. “Es que eso es lo que hacen las mujeres”, me dijo una niña. “Yo nunca he visto una presidenta”, comentó otra. Entonces comprendí, una vez más, cómo los estereotipos se cuelan silenciosamente en las aulas y en las mentes.
Los libros de texto, las láminas, las historias que contamos, los ejemplos que usamos, los roles que asignamos en las actividades: todo puede convertirse en un vehículo de estereotipos de género, de clase, de etnia, de nacionalidad, incluso de edad. Y muchas veces, lo hacemos sin darnos cuenta. Reproducimos imágenes repetidas durante generaciones, sin detenernos a mirar el mensaje que llevan implícito: quién puede hacer qué, quién tiene poder, quién merece ser escuchado, quién aparece y quién está ausente.
Educar sin reproducir estereotipos no es solo un gesto de inclusión. Es una responsabilidad ética y un acto de justicia. Porque la educación no debe limitar los horizontes de niñas y niños, sino ampliarlos. Y para eso, necesitamos revisar críticamente nuestros materiales, nuestras palabras y nuestras prácticas.
Es justo reconocer que en nuestro país se han realizado importantes esfuerzos en este sentido. En los últimos años, los libros de texto han sido objeto de revisión, y en muchas escuelas ya se promueven contenidos más inclusivos. Sin embargo, los estereotipos siguen presentes, a veces de forma sutil, en cuentos escolares, canciones, dramatizaciones y fichas didácticas, pero también en las propias creencias de los adultos: en los ejemplos que damos, en las expectativas que transmitimos y en los modelos que ofrecemos sin darnos cuenta.
Los estereotipos suelen ser cómodos: simplifican la realidad, la hacen predecible. Pero también son profundamente injustos, porque excluyen, invisibilizan o encasillan. Si en los libros solo las madres cocinan y los padres trabajan fuera de casa; si los héroes siempre son hombres y las mujeres son ayudantes; si las personas con discapacidad no aparecen, o los niños migrantes son solo un “problema”, estamos enseñando sin querer un mundo desigual y cerrado.
La buena noticia es que todo esto puede transformarse. Requiere intención. Requiere formación docente. Y sobre todo, requiere mirarnos con honestidad. ¿Qué frases usamos sin pensar? ¿Cómo asignamos roles en clase? ¿Quién habla más en nuestras aulas? ¿Qué imágenes muestran nuestros libros? ¿Quién está ausente en nuestras historias?
Una escuela comprometida con la equidad y los derechos humanos debe formar estudiantes capaces de cuestionar lo que parece “normal”. Y ese proceso comienza cuando los adultos nos atrevemos a hacer lo mismo. Cuando asumimos que educar no es repetir lo aprendido, sino atrevernos a desaprender.
La revisión crítica de los libros de texto es una tarea urgente, pero también lo es la vigilancia permanente sobre otros materiales complementarios. Por eso es tan importante que las y los docentes no usen los recursos como palabra sagrada, sino como punto de partida para la reflexión.
Podemos complementar esos materiales con otras fuentes, traer ejemplos diversos, invitar a las familias a compartir sus historias, visibilizar distintas culturas, profesiones, cuerpos, formas de vivir. Podemos corregir en voz alta cuando detectamos un estereotipo, y convertir ese momento en una oportunidad pedagógica.
Educar sin estereotipos es también enseñar a pensar críticamente. A no tragar entero. A sospechar de las verdades absolutas. Es enseñar a mirar con otros ojos, y a imaginar otros mundos posibles.
No se trata de “adoctrinar”, como a veces se teme. Se trata de garantizar que todos los niños y niñas se vean reflejados con dignidad en lo que aprenden. Y que también puedan ver reflejadas las múltiples posibilidades de ser, hacer y soñar que existen en la vida.
Porque la escuela no solo transmite conocimientos: transmite formas de ver el mundo. Y si queremos una sociedad más justa, equitativa y diversa, tenemos que empezar por cómo educamos.
En este nuevo año escolar que se aproxima, el llamado es claro: revisemos lo que enseñamos, cómo lo enseñamos y con qué materiales lo hacemos. A los centros educativos, les corresponde promover una mirada crítica sobre sus textos, imágenes y discursos. A las familias, acompañar este proceso desde el hogar, alentando la igualdad, la diversidad y el respeto desde las conversaciones cotidianas. La educación que ofrecemos hoy definirá las posibilidades de libertad y dignidad que tendrán nuestras niñas y niños mañana.